El movimiento de los 'chalecos amarillos', que eclosionó
virulentamente en el medio rural francés con la subida del precio del
diésel, reflejó de manera nítida que la (inevitable y deseable)
transición ecológica no puede hacerse agigantando aún más las
desigualdades sociales y depositando todos los sacrificios sobre las
espaldas de los más débiles.
Los trabajadores de la Francia rural, que
ya vieron recortados los servicios públicos con las políticas de
austeridad en la UE, se enfrentaban a una medida de fiscalidad
medioambiental que quizá podía ser asumida por empresas y rentas altas
en las grandes núcleos urbanos, pero resultaba difícilmente digerible
para quienes no podían en ningún caso prescindir del diésel para
trabajar y desplazarse.
Hoy no hay dirigente político responsable en la
UE que dude de la necesaria transformación de nuestras economías para
adaptarnos a los efectos del cambio climático. No actuar con
contundencia en la correcta dirección sería poco menos que suicida,
vistas las consecuencias para el planeta y para nuestras vidas que
acarrearía cruzarse de brazos.
Pero como bien ha dicho en diversas
ocasiones el presidente en funciones, Pedro Sánchez, esa transición
ecológica debe ser «socialmente justa» y no dejar «desprotegido a
nadie». No será fácil. Es un proceso complejo que implica sacrificios y
corre en paralelo a otros fenómenos disruptivos ligados a la
digitalización, la automatización, los cambios demográficos...
Quien
reduzca el desafío exclusivamente a la sustitución de fuentes
energéticas contaminantes por limpias, o a la gestión de la demanda del
agua y otros recursos naturales escasos, se estará equivocando. Es un
reto poliédrico y se fracasará si no se gestiona con procesos
participativos, transparencia y prácticas de buena gobernanza, lo que
incluye avanzar en la resolución de los problemas por la vía del acuerdo
y del consenso.
Por ese motivo, es sorprendente cómo Pedro Sánchez,
teniendo tan claro los conceptos, permite a la ministra elegida para tal
fin que cometa tantos errores de gestión política en un asunto tan
relevante y delicado.
Probablemente hay pocas personas técnicamente
mejor preparadas y sensibilizadas para este enorme desafío global que
Teresa Ribera. Pero también con la peor habilidad desde el punto de
vista político para afrontarlo. El sector del automóvil, tan relevante
en términos de riqueza y empleo para España, todavía sufre las
consecuencias de sus frívolas palabras sobre el futuro del diésel. Ha
pasado ya casi un año de su imprudente comentario y todavía no se han
recuperado las ventas de ese tipo de automóviles.
Ahora, la ministra ha
llevado la incertidumbre a todo el sector agroalimentario del Levante,
tras reunirse con el presidente manchego y anunciar que en la comisión
de explotación del Trasvase Tajo-Segura entrarán los municipios
ribereños.
La ministra ha decidido cambiar la composición de esa
comisión sin dar la más mínima explicación pública sobre su alcance y
consecuencias. Una decisión que aparentemente vacía las reglas de
explotación de contenido técnico y que solo ha sido explicada en privado
al presidente de Castilla-La Mancha.
La ministra tendrá sus razones,
pero no actúa con la debida transparencia y tiene una particular visión
de los procesos participativos, si como parece excluye a otras partes
implicadas. ¿Cuál es el plan «socialmente justo» que tiene para las cien
mil familias que viven del Trasvase, si, como dice, las transferencias
de agua serán excepcionales a medio y largo plazo?
A las grandes
empresas agroalimentarias, algunas ya en manos de fondos de inversión,
siempre les cabe la opción de deslocalizarse en busca de recursos
hídricos, certidumbre y seguridad jurídica. Pero mal pronóstico se
vislumbra para el común de los regantes si la transición ecológica se
pretende hacer a las bravas, desde un despacho enmoquetado y sin pisar
un bancal, dando la cara solo en foros internacionales sobre cambio
climático.
Lo que puede suceder con el agua también pasa en la
transición hacia las energías limpias. No van a ser los grandes
inversores quienes pierdan con la incertidumbre generada por los
constantes cambios regulatorios del sistema eléctrico nacional. Ellos
tienen riñón financiero suficiente como para acudir a arbitrajes
internacionales, donde, como se ha visto con el asunto de las primas a
las fotovoltaicas eliminadas con efecto retroactivo, ganan una y otra
vez al Estado español.
La apuesta por la energía solar del equipo de
Teresa Ribera es positiva, pero quienes obtienen rédito de momento no
son los que apostaron de inicio (los pioneros siguen perdiendo), sino
quienes copan hoy las grandes demandas de evacuación de energía
fotovoltaica a la red, grupos empresariales que impulsan la construcción
de macroplantas para, en muchos casos, luego venderlas a fondos de
inversión.
No tenemos agua, pero sí muchas horas de Sol, pensábamos para
consolarnos y soñar que salíamos de pobres. Lo que nos sobra, en
realidad, es paciencia ante tanto desatino. Una paciencia infinita.
(*) Periodista y director de La Verdad
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