Durante las pasadas elecciones generales (que para
mayor desgaste del sufrido votante fueron también autonómicas y
europeas) afloró, entre el habitual desfile de berrinches, enfados de
cara a la galería, lealtades puestas en duda, disputas internas e
intentos de pescar en otros caladeros, un debate que prometía mucho y
que sería una lástima dejarlo pasar sin apurarlo a fondo.
El corazón de
la polémica era la irrupción de Vox, un partido que
hasta el momento se había caracterizado por defender medidas que
vulneraban la Constitución, contrarias a las ciencias de la salud de
mental, o cuya implementación requeriría forzar los límites actuales de
la ciencia (se necesita una máquina del tiempo para volver a vivir en plena Reconquista). Una bicoca para la información-espectáculo.
Amparados
en que el partido había entrado en el Parlamento andaluz, y que las
encuestas casi aseguraban su presencia en el Congreso, algunos
periodistas tantearon la posibilidad de invitarles a los debates electorales.
Su presencia se frustró porque contravenía el reglamento -si no
recuerdo mal a los debates sólo pueden acudir partidos ya representados
en los parlamentos-.
Da lo mismo, lo interesante aquí es que escuché a
varios profesionales esgrimir el criterio periodístico
tanto para denunciar su vulneración como para señalar la conveniencia de
que en adelante se privilegiase dicho criterio sobre el reglamento. De
lo que se trataba era de dejar el campo libre a los profesionales.
No es la primera vez que escucho hablar de criterio periodístico.
Desde hace por lo menos cinco años (pero igual llevamos así cerca de
una década), en cada ocasión que se convocan elecciones los redactores
de los informativos de TV3 se niegan a firmar las piezas de campaña en
señal de protesta hacia una normativa electoral que determina (a
diario) el tiempo que se le debe conceder a cada partido (y el orden en
el que cada uno ha de aparecer en pantalla) en función de su número de
escaños.
Los periodistas catalanes -otro tanto ocurre por
ejemplo con los de TVE- piden que dicho reparto se decida en cada
noticiario, atendiendo a un criterio periodístico. Déjenme decirlo, el debate está servido.
En
principio, estoy decididamente a favor de la regulación. Me parece bien
que una entidad superior al gremio periodístico (esto es, los
representantes del conjunto de la sociedad española) arbitren de alguna
manera los usos y costumbres de los profesionales.
Tampoco defendería
nunca que el criterio novelesco justifique que me dejen abrir
la correspondencia del vecino o perpetrar allanamientos de morada, por
mucho que nos inspirase y facilitase el trabajo a nuestro gremio, pues
la desregularización de estas leyes (o la proliferación de excepciones
según un incierto criterio novelesco) perjudicaría la convivencia.
De todos modos, no creo que ningún periodista defienda una desregularización radical, sólo en momentos de excitación muy aguda puede llegar a oponerse como dos sustancias antagónicas el criterio periodístico y la sujeción a ciertas normas.
Desde el momento en el que se desactiva el antagonismo grueso entre el criterio periodístico
y los esfuerzos reguladores nos adentramos en un amplio campo de juego,
de matices casi infinitos, donde poder articular una convivencia más
efectiva que la actual. Para terciar en este debate se requiere de
conocimientos prácticos de los que carezco, y una paciencia y una
atención al detalle que amenazarían con el naufragio de este artículo.
De manera que para pasar el rato que todavía nos queda antes de poner el
punto final propongo que le demos dos vueltas al criterio periodístico, pues tengo la impresión que damos por seguro que debe favorecer inequívocamente a los intereses de los profesionales de la información. Y el asunto quizá sea un poco más complejo.
El
periodismo establece una comunicación; podemos imaginarlo como una
especie de puente entre quienes ofrecen información y la comunidad a la
que se dirigen. Los primeros recogen material del mundo y lo elaboran; los segundos, gracias a este material informativo confirman o tensan sus prejuicios,
y elaboran una imagen cambiante de cómo están y evolucionan las
distintas zonas del mundo, con el que establecen distintas relaciones de
alcance: locales, urbanas, regionales, estatales, continentales,
mundiales, e incluso (cuando de meteoritos se trata) galácticas.
El criterio periodístico
parece favorecer a ambos extremos cuando se pide que leyes y
reglamentos dispongan de puentes espaciosos, donde se circule sin
trabas. Pero, ¿favorece también al informado que se aprovechen estas
facilidades para mantenerlo informado al detalle y al minuto? Aquí es donde tengo serias dudas.
Quizá sería más beneficioso que la información no nos llegase en oleadas tan densas y veloces, de manera reiterada y machacona,
sujeta a matizaciones desquiciantes, que por si fuese poco reverberan
en la resaca informativa conocida como redes sociales. Si el criterio
informativo se pusiera del lado del receptor y no del emisor quizá convendría regular la intensidad y la frecuencia, a la baja.
¿Qué
imagen nos llega del mundo desde el puente de la información? Una
pregunta demasiado complicada sólo puede ofrece respuestas
insatisfactorias, pero si nos circunscribimos al escenario de la
actualidad política lo que yo percibo es un embrollo espasmódico
protagonizado por unos actores incontinentes, que responden a cada
movimiento nimio de los hechos con un chorro de declaraciones y réplicas.
Les recomiendo que pasado un tiempo acudan a la hemeroteca y calculen
lo despacio que progresan los procesos políticos y lo deprisa que se
acumula el parloteo.
Quizá el criterio periodístico debiera protegernos un poco del bombardeo de declaraciones y opiniones,
contribuir a sostener áreas de reposo, leves apagones de silencio. No
me estoy despeñando por el precipicio del adanismo, no le pido a las
televisiones y a los periódicos (que al fin y al cabo son empresas) a
que renuncien a su espacio y lo cedan a sus competidores.
Creo que en el
caso que nos ocupa (la información de la política de partidos) lo mejor
sería que el criterio periodístico revertiese contra los responsables públicos. Que relajasen los canales de información callándose un rato, a poder ser obligados ley.
De
nuevo cedo la tarea de pensar por dónde meter la tijera a los técnicos,
pero se me ocurren dos propuestas concretas, de aplicación inmediata,
que aliviarían a los periodistas, despejarían los oídos de los
ciudadanos y probablemente ayudarían a nuestros representantes legítimos
(y sus satélites de asesoramiento) a concentrarse en su tarea.
La
primera: no permitirles que comentasen a diario los movimientos imperceptibles del día;
si por mi fuese con que hablasen sólo el jueves habría más que
suficiente, pero como es de suponer que deshabituarse al empleo
recurrente de la palabra llevará tiempo, me conformo con que se obliguen
a un par de días de estricto silencio entre semana, inspirados en la
jornada de reflexión que nos endosan a los votantes para recordar la
responsabilidad derivada de introducir un sobre en una urna.
La segunda, dictada al hilo de la actualidad, pero de incalculables beneficios a medio y a largo plazo, pasaría por la prohibición de hablar y declarar durante las negociaciones para formar Gobierno, coalición, o investirse.
Éste es sin duda un asunto espinoso que da para un tratamiento más
extenso: pasaría por recordar que la responsabilidad de un político no
es el control del relato ni la destrucción de su adversario, sino la
formación de mayorías parlamentarias con las que gobernar.
El
equivalente de su comportamiento trasladado a mi gremio sería un
novelista que no nos dejase leer nada hasta que terminase su maldito
libro, y que entre tanto nos obligase a escuchar (¡a diario!) sus
quejas, vacilaciones, avances y retrocesos: un espectáculo grotesco de impotencia, ensimismamiento y vanidad. Pero no seguiré por aquí: me llegan los dulces presentimientos de una sociedad donde se han impuesto estos criterios periodísticos y me parece que con muy poco esfuerzo se obtendría una notable mejoría.
(*) Escritor
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