Lo que venía llamándose pleito o cuestión catalana recibió, en las
postrimerías de la Gran Guerra, un fuerte impulso cuando la Asamblea de
Parlamentarios declaró la región como organismo natural del Estado y
reconoció a todas ellas el derecho de regirse libremente en todos los
órdenes que afectaban al pleno desenvolvimiento de su vida interna.
Será
este derecho a una “autonomía integral” lo que defienda Francesc Cambó
cuando advierta al Congreso que había dos maneras de provocar la
anarquía: una, pedir lo imposible; otra, retrasar lo inevitable.
Y lo
inevitable eran las autonomías regionales junto a un poder central
fuerte y real. Autonomía en cuanto a las funciones y plenitud de
soberanía sobre esas funciones: todas las regiones que lo quisieran y
mostraran aptitudes suficientes para desarrollarla podrían aspirar a
ella, decía Cambó. Una Cataluña descarrilada y marchando a trompicones
volvería a encarrilarse y emprendería una marcha segura de manera que
cuando el impulso patriótico la hiciera avanzar de prisa, la seguirían
los otros pueblos de España.
Crear una España grande con todas las regiones que lo desearan
gozando de autonomía: esa fue la sustancia del catalanismo político
cuando irrumpió con fuerza en la escena política española.
Lo volvió a
ser en los años treinta, ahora con los partidos de izquierda en posición
hegemónica, cuando las Cortes constituyentes de la República
establecieron, para dar cauce a la cuestión catalana, que el acuerdo de
una o varias provincias limítrofes, con características históricas,
culturales y económicas comunes, era el único requisito para constituir
una región autónoma, posibilidad abierta a todas las provincias que lo
desearan y fueran capaces de organizarla.
Y eso fue lo que en la
Constitución republicana apareció definido como Estado integral, un
Estado capaz de integrar, por la autonomía de sus regiones, la amplia
diversidad de sus pueblos y territorios.
Si en la Constitución de 1978 hay algunas líneas literalmente
copiadas de la Constitución de la República son éstas, las que atribuyen
a “las provincias limítrofes, con características históricas,
culturales y económicas comunes”, el derecho y la capacidad de iniciar
el proceso que conduzca al establecimiento de una región (en 1931) o de
una comunidad (en 1978) autónoma.
Y esto fue así no por acuerdos bajo
cuerda, ni por ruido de sables, sino porque ese era el contenido
fundamental del acuerdo alcanzado entre las fuerzas de oposición de
ámbito estatal y los nacionalistas catalanes durante los años del
tardofranquismo, cuando la democracia comenzó a significar en España,
por claro influjo catalán, libertad y autonomía.
Nadie habló entonces,
ni a lo largo del periodo constituyente, de dos clases de autonomía,
nadie pretendió que la de su territorio fuera superior o distinta a la
de cualquier otro. La cuestión catalana y, en general, la cuestión de
las nacionalidades, dijo Jordi Pujol,
debía ser vista como “una eficaz, sólida y fraternal articulación de
los diversos pueblos de España y no como factor de disgregación”.
No es momento de apuntar siquiera los avatares y la ruptura final de
aquel acuerdo a manos de quienes más pugnaron por alcanzarlo, los
nacionalistas catalanes. Pero sí valdrá recordar que Ángel Ossorio y
Gallardo escribió, en la presentación del Anteproyecto de Constitución
de la República, que la comisión jurídica asesora por él presidida había
preferido no teorizar sobre tipos de Estado sino “apoyarse en la
innegable realidad de hoy y abrir camino a la posible realidad de
mañana”.
Hoy, casi 90 años después, sus palabras no han perdido un ápice
de oportunidad y validez: apoyarse en la Constitución de hoy, que es la del Estado de las Autonomías,
para abrir camino a la Constitución posible de mañana, que quizá pueda
ser federal a todos los efectos, comenzando por las instituciones que
garanticen la lealtad entre las partes, detalle olvidado por los
constituyentes de 1978 mientras celebraban, junto a las autonomías, el
triunfo de la solidaridad.
¿Es posible? No, si continúan los dislates, giros desvergonzados,
lenguajes de exclusión, líneas rojas, dinámicas de bloques enfrentados,
que han sembrado de sal el campo de la política durante las
interminables campañas electorales. Sí, a condición de reconocer el
punto al que hemos llegado hoy por impulso de la Constitución de 1978
y acopiar voluntades y recursos suficientes para, rompiendo la dinámica
de bloques que impide cualquier consenso reformista, “abrir camino a la
posible realidad de mañana”.
(*) Historiador y sociólogo
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