lunes, 3 de junio de 2019

Autonomías / Santos Juliá *

Lo que venía llamándose pleito o cuestión catalana recibió, en las postrimerías de la Gran Guerra, un fuerte impulso cuando la Asamblea de Parlamentarios declaró la región como organismo natural del Estado y reconoció a todas ellas el derecho de regirse libremente en todos los órdenes que afectaban al pleno desenvolvimiento de su vida interna. 

Será este derecho a una “autonomía integral” lo que defienda Francesc Cambó cuando advierta al Congreso que había dos maneras de provocar la anarquía: una, pedir lo imposible; otra, retrasar lo inevitable. 

Y lo inevitable eran las autonomías regionales junto a un poder central fuerte y real. Autonomía en cuanto a las funciones y plenitud de soberanía sobre esas funciones: todas las regiones que lo quisieran y mostraran aptitudes suficientes para desarrollarla podrían aspirar a ella, decía Cambó. Una Cataluña descarrilada y marchando a trompicones volvería a encarrilarse y emprendería una marcha segura de manera que cuando el impulso patriótico la hiciera avanzar de prisa, la seguirían los otros pueblos de España.

Crear una España grande con todas las regiones que lo desearan gozando de autonomía: esa fue la sustancia del catalanismo político cuando irrumpió con fuerza en la escena política española. 

Lo volvió a ser en los años treinta, ahora con los partidos de izquierda en posición hegemónica, cuando las Cortes constituyentes de la República establecieron, para dar cauce a la cuestión catalana, que el acuerdo de una o varias provincias limítrofes, con características históricas, culturales y económicas comunes, era el único requisito para constituir una región autónoma, posibilidad abierta a todas las provincias que lo desearan y fueran capaces de organizarla. 

Y eso fue lo que en la Constitución republicana apareció definido como Estado integral, un Estado capaz de integrar, por la autonomía de sus regiones, la amplia diversidad de sus pueblos y territorios.

Si en la Constitución de 1978 hay algunas líneas literalmente copiadas de la Constitución de la República son éstas, las que atribuyen a “las provincias limítrofes, con características históricas, culturales y económicas comunes”, el derecho y la capacidad de iniciar el proceso que conduzca al establecimiento de una región (en 1931) o de una comunidad (en 1978) autónoma. 

Y esto fue así no por acuerdos bajo cuerda, ni por ruido de sables, sino porque ese era el contenido fundamental del acuerdo alcanzado entre las fuerzas de oposición de ámbito estatal y los nacionalistas catalanes durante los años del tardofranquismo, cuando la democracia comenzó a significar en España, por claro influjo catalán, libertad y autonomía. 

Nadie habló entonces, ni a lo largo del periodo constituyente, de dos clases de autonomía, nadie pretendió que la de su territorio fuera superior o distinta a la de cualquier otro. La cuestión catalana y, en general, la cuestión de las nacionalidades, dijo Jordi Pujol, debía ser vista como “una eficaz, sólida y fraternal articulación de los diversos pueblos de España y no como factor de disgregación”.

No es momento de apuntar siquiera los avatares y la ruptura final de aquel acuerdo a manos de quienes más pugnaron por alcanzarlo, los nacionalistas catalanes. Pero sí valdrá recordar que Ángel Ossorio y Gallardo escribió, en la presentación del Anteproyecto de Constitución de la República, que la comisión jurídica asesora por él presidida había preferido no teorizar sobre tipos de Estado sino “apoyarse en la innegable realidad de hoy y abrir camino a la posible realidad de mañana”. 

Hoy, casi 90 años después, sus palabras no han perdido un ápice de oportunidad y validez: apoyarse en la Constitución de hoy, que es la del Estado de las Autonomías, para abrir camino a la Constitución posible de mañana, que quizá pueda ser federal a todos los efectos, comenzando por las instituciones que garanticen la lealtad entre las partes, detalle olvidado por los constituyentes de 1978 mientras celebraban, junto a las autonomías, el triunfo de la solidaridad.

¿Es posible? No, si continúan los dislates, giros desvergonzados, lenguajes de exclusión, líneas rojas, dinámicas de bloques enfrentados, que han sembrado de sal el campo de la política durante las interminables campañas electorales. Sí, a condición de reconocer el punto al que hemos llegado hoy por impulso de la Constitución de 1978 y acopiar voluntades y recursos suficientes para, rompiendo la dinámica de bloques que impide cualquier consenso reformista, “abrir camino a la posible realidad de mañana”.


(*) Historiador y sociólogo



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