miércoles, 24 de abril de 2019

Camarillas, teoría y práctica / Pedro Costa Morata *

La entrada en servicio de la llamada variante ferroviaria de Camarillas, publicitada como una mejora por cuanto supone un ahorro de quince o veinte minutos del viaje entre Murcia y Madrid, invita a una reflexión crítica sobre las comunicaciones ferroviarias de esta región (deleznables) y, más todavía, sobre la política territorial de los últimos Gobiernos, estatales o regionales (que, en realidad ha consistido en fervorosa antipolítica). 

En la pérdida de papel social del ferrocarril en España y en casi todo el mundo considerado desarrollado han contribuido principalmente dos causas activas: primero, la libre evolución del virus social de la velocidad, o sea, la obsesión por llegar cada vez más pronto a los lugares sin plantear el interrogante de fondo sobre el porqué o el para qué; y, segundo, la expansión de la industria automovilística con sus perversiones, concretamente, la promoción del transporte individual y la configuración de una 'sociedad del petróleo', regresiva y contaminante. 

Como causas pasivas habría que reseñar el papel decadente de las empresas de servicios públicos en un ambiente de avance sin tregua de las doctrinas y políticas liberales, y también el impulso de la concentración como obsesión del sistema capitalista, tanto de población como de actividad, en las ciudades y en las áreas industriales, con el abandono consecuente de las áreas rurales, constituyentes de la mayor parte del territorio. 

Así, la red ferroviaria española, que mal que bien, y con insuficiencias crónicas, estructuró el país durante un siglo facilitando la movilidad de personas y mercancías, ha acabado siendo un sistema residual en cuanto a los objetivos señalados como razón de ser, ya que no transporta personas ni mercancías en la medida necesaria y conveniente para el país. La incontenible expansión del automóvil y, en general, del transporte por carretera, ha tenido como víctima (más directa que indirecta, más como objetivo que como perjuicio inevitable) al sistema ferroviario de transporte. 

Y cuando las carreteras se saturan, el país se vacía y el cambio climático fuerza a revisar tópicos perdurables, entre ellos el de la velocidad, una de las cosas que se nos ocurre para 'hacer frente al futuro' es optar por más velocidad (lo que no quita que, con la hipocresía generalizada al uso en nuestra sociedad, se nos idealice la vida slow y se promuevan los llantos por el clima). 

Sobre estas bases, negativas y perjudiciales para el país, la sociedad y el territorio, mantenidas pese a todo durante décadas sin considerar las consecuencias globales, hemos llegado al momento presente, en el que los problemas, extensivos y puntuales, nos agobian e indignan, pero cuando ya no hay posibilidad material de enmendar los disparates de tantos años, como no sea recurriendo a drásticas medidas necesariamente de cuño antiliberal, anticapitalista y anti UE: demasiado, para lo que, en realidad, nos ofrece el panorama político, tanto en cuanto a programas de partidos como en lo que se refiere a desequilibrio de fuerzas, ya que son las necias y codiciosas las que superan en mucho a las sensatas y sociales. 

Queda, y no es poca cosa, la sublevación de la gente marginada, maltratada y minusvalorada. 

En este entorno y enfoque es donde hay que ubicar la reflexión sobre la variante de Camarillas, que tan alegremente elimina la estación de Calasparra y, con ella, el acceso del Noroeste murciano a la red ferroviaria; una comarca que, reconozcámoslo, ha aceptado la ofensa casi sin rechistar: el tren hace décadas que pierde terreno. 

Las empresas públicas afectadas, Renfe y Adif, cayeron hace tiempo en manos de tecnócratas desalmados (el ferrocarril, por su propia esencia e historia, necesita entusiasmo y afecto), generalmente abogados y economistas que, incluso cuando son funcionarios del Estado, ejercen de enemigos de lo público. 

Para estos, tan incompetentes en cuanto a la idea material del ferrocarril, como peligrosos por disponer de instrumentos capaces de perjudicar al país, la situación resulta diáfana y su gestión no admite dudas: si la gente no usa el ferrocarril y además gusta de moverse a velocidad creciente, lo suyo es eliminar estaciones, es decir, paradas, y volcarse en trenes tecnológicos tipo AVE, aunque resulten radicalmente antisociales y, por supuesto, antiecológicos. 

Sin embargo, hay que recordar que el AVE no responde a demanda social alguna (y en el caso de Murcia entra, con disimulo artero, vía Orihuela, ignorando la región entera); y, por otra parte, que el transporte ferroviario es apto para facilitar el movimiento a varias velocidades: alta, para los que tienen prisa (y se muestren dispuestos a pagarla, ya que es cara), y lenta para que ciudades y pueblos pequeños y medios puedan recurrir a él y resolver necesidades básicas de su movilidad. 

Porque lo más fácil del mundo es crear trenes veloces e infraestructuras adaptadas a las prisas: se cierran estaciones, el tren no para y arreglado. De esta forma, los trenes veloces (y, principalmente, su paradigma, el AVE), no solamente fomentan el tráfico por carretera, al incomunicar por tren las ciudades, ya que las ignora, sino que contribuyen poderosamente a desestructurar el territorio, lo contrario de lo que dicen y repiten tantos personajes desde gobiernos e instituciones, incapaces de pensar en el asunto. 

Esta es la gracia que nos ha hecho la variante de Camarillas, internándose por la nada y contribuyendo a consolidar la tristeza de uno de los espacios más aislados de la España vacía, que es lo que se contempla al movernos a 120 km por hora por la autovía A-30, más o menos paralela a la lánguida vía férrea; una vía que, para mayor inri, se prepara para una decadencia adicional, con menos y peores servicios, por la amenazante entrada en servicio del AVE, agravando la incomunicación ferroviaria de esas comarcas del sureste albacetense y el noroeste murciano. 

No deben quedar dudas: en este contexto tan absurdo y perverso la variante de Camarillas no produce más que gasto y perjuicio: pocas veces ganar unos minutos de viaje habrá resultado tan falaz.



 (*) Ingeniero, politólogo y activista medioambiental




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