La frase más importante de la noche electoral no fue el “con Rivera,
no” con la que los militantes y simpatizantes del PSOE exigieron a
gritos a Pedro Sánchez que formara un Gobierno de izquierdas y no
volviera a abrazarse a la farola naranja de Ciudadanos, sino la que casi
en voz baja deslizó Pablo Casado en su comparecencia tras la debacle.
Con la estética de un representante de pompas fúnebres y escoltado por
dos de sus enterradores de guardia, el secretario general García Egea y
la viuda de España, Suárez Illana, el presidente del PP afirmó que su
partido sabía estar a las duras y a las maduras antes de pronunciar
estas palabras: “No eludo la responsabilidad”.
La aserción se las trae por enigmática. ¿Qué significa en boca de un
político que ha llevado a su partido a la derrota más humillante de su
historia? ¿Qué sentido tiene esta asunción de responsabilidades en un
líder que ha perdido 71 diputados y cerca de 3,6 millones de votos? ¿Qué
quiso decir Casado tras verse expuesto a un catastrófico balance en el
que sólo en Melilla y Salamanca puede presumir de haber obtenido más
diputados que el resto? Se desconoce por completo.
No se recuerda en la reciente historia democrática de Europa un caso
semejante. Por establecer alguna comparación posible, es como si el
capitán del Titanic se hubiera puesto a salvo tras el naufragio, se
pusiera al mando del bote salvavidas y prometiera una feliz travesía.
“Nos vamos a poner a trabajar desde ahora para recuperar los apoyos”,
dijo el hombrecito. Acabáramos.
Cualquier análisis de los resultados debería haber implicado su
dimisión inmediata o, al menos, la convocatoria de un congreso
extraordinario tras las elecciones de mayo. Casado no sólo ha perdido
las elecciones sino que es discutible que conserve la condición de líder
de la oposición, tras esa jibarización que le deja a poco más de
200.000 votos de Ciudadanos. Eso sí, que en la peor coyuntura posible
del PP Ciudadanos tampoco haya conseguido dar el sorpasso habla elocuentemente de las posibilidades reales de Rivera de llegar algún día a la presidencia.
De la desastrosa estrategia de Casado y del fracaso de ese
neoaznarismo caduco que pretendía recuperar las esencias y arrinconar
los complejos rajoyanos dan muestra los resultados obtenidos en el País
Vasco y Cataluña. En Euskadi el PP es un partido extraparlamentario y,
con Bárcenas jubilado, algo habrá que inventarse para que el secretario
de Organización, Javier Maroto, que se ha quedado sin escaño, viva
dignamente.
En Cataluña sólo obtiene el acta la marquesa de Casa Fuerte,
que estaba llamada a ser la voz de España en tierra hostil y que ha
dicho que también asume la responsabilidad como última mohicana sin
explicar cómo. Al parecer, la solución del PP a los problemas
territoriales del país no era, como se creía, aplicar el 155 al
independentismo y a las comunidades de vecinos más revoltosas sino hacer
mutis por el foro. Quizás lleve razón.
En su caída, Casado ha arrastrado a todos e, incluso, la aldea gala
de Galicia, ese bastión inexpugnable, ha sufrido las consecuencias. Ni
Alberto Núñez Feijóo ha podido evitar que, por primera vez en 40 años,
el PP no sea el partido más votado, tras ceder más de 14 puntos respecto
a 2016.
Aun así puede presumir de que Vox no ha mojado en su comunidad
y, a expensas de que las autonómicas le sean más favorables, es el único
dirigente al que se podría confiar el rosario de la madre porque los
muebles y la vajilla ya están en el fondo del mar junto a las llaves.
Eso, o implorar de rodillas que Soraya Sáenz de Santamaría les perdone
por haber pecado.
Confiar en que las próximas elecciones locales, autonómicas y
europeas sean una segunda vuelta de las generales, como hace Casado, es
de una ingenuidad casi ofensiva. La refundación del partido que ahora
todos reclaman pasa por abandonar esa competencia insensata con la
extrema derecha y cerrar el capítulo de Casado con un urgente punto y
final.
El breve no era Pedro sino Pablo. Las vueltas que da la vida.
(*) Periodista
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