De entre los artículos
publicados sobre Catalunya este pasado fin de semana ha habido tres que
me han llamado poderosamente la atención, dos en La Vanguardia de Manuel Castells y Jordi Amat y uno en El País de Santos Juliá.
Se trata de tres artículos de lectura sumamente recomendable, que se
enfrentan con el problema desde perspectivas completamente diferentes,
que reflejan distancias notables tanto en el análisis que hace cada uno
de ellos del proceso que nos ha llevado a la situación en que ahora
mismo nos encontramos como a la forma en que habría que proceder para
salir del círculo vicioso en el que hemos caído. Pero, a pesar de las
diferencias, hay un punto de coincidencia en dichos artículos sobre el
que vale la pena reflexionar.
Mientras en Catalunya
no se constituya una opinión inequívoca y claramente mayoritaria sobre
su relación con el Estado, que pueda sustituir a la que actualmente
existe con base en la Constitución de 1978, no se podrá avanzar en
ningún tipo de solución. Esto es algo que, de formas distintas, subrayan
los tres autores.
No es la relación con el Estado lo decisivo, sino la
relación de Catalunya consigo misma. Hasta que Catalunya no sepa de
manera clara e inequívoca qué es lo que quiere, es imposible que
Catalunya pueda salir de la relación que ahora mismo mantiene con el
Estado. Parece claro que la relación actual resulta insatisfactoria,
pero no se sabe qué otro tipo de relación se podría establecer.
Hay un cierto parecido entre la situación en que se
encuentra la relación de Catalunya con el Estado español con la del
Reino Unido con la Unión Europea, aunque en Catalunya no se haya
celebrado ningún referéndum y en el Reino Unido sí. Es la no existencia
de una opinión inequívoca y claramente mayoritaria sobre la relación del
Reino Unido con la Unión Europea lo que impide al Parlamento británico
implementar la decisión que adoptaron los ciudadanos en el referéndum
del Brexit. Porque hay problemas para los que el SÍ o el NO de un
referéndum no pueden estar en el punto de partida, sino que tienen que
estar en el punto de llegada.
Los ciudadanos británicos tomaron su
decisión en referéndum sin saber exactamente las consecuencias de la
salida de la Unión Europea. Cuando el Parlamento, que sí sabe cuáles son
las consecuencias, tiene que hacer efectiva esa decisión, comprueba que
no hay mayoría en la Cámara, porque no la hay en el país, sobre cómo
dar cumplimiento a la misma. La moraleja es clara: la separación de una
parte del todo en el que está integrado únicamente se puede decidir en
referéndum, cuando previamente se han negociado los términos de la
separación y son conocidas sus consecuencias.
En
Catalunya no se ha celebrado ningún referéndum con las garantías
exigibles y, por tanto, no disponemos de información inequívoca, pero sí
se han celebrado dos consultas referendarias y varias elecciones
calificadas de "plebiscitarias", en las que se ha puesto de manifiesto
que en la sociedad catalana existe una división en partes prácticamente
iguales entre los que propugnan la independencia y los que prefieren
seguir formando parte del Estado.
En las dos consultas referendarias la
mayoría a favor de la independencia fue abrumadora, pero, si tomamos en
consideración la participación, el porcentaje es similar a la de los
partidos independentistas en las elecciones "plebiscitarias".
Esta
división está siendo confirmada por los resultados de todos los estudios
de opinión conocidos. Con la evidencia empírica de que disponemos,
pues, no hay nada que permita deducir que la opinión favorable a la
independencia llegue siquiera a la ligera mayoría absoluta que se
manifestó en el referéndum del Brexit.
Y respecto a la información
acerca de las consecuencias de la separación no estamos en mejor
situación de la que se encontraban los ciudadanos británicos cuando
votaron en referéndum. El círculo es verdaderamente un círculo vicioso.
Jordi Amat acaba proponiendo la celebración en Catalunya de una
"consulta no vinculante", que sirviera como medida transitoria para
salir del estancamiento en que nos encontramos. No creo que haya
Gobierno de la Nación que pueda en este momento convocar o autorizar la
convocatoria de una consulta de esa naturaleza. Difícilmente superaría,
además, el recurso de inconstitucionalidad que se interpondría contra la
decisión. Pero es que, en mi opinión, el recurso a dicha consulta
generaría más problemas de los que resolvería.
En
primer lugar, porque los resultados de un referéndum son siempre
vinculantes, aunque jurídicamente no lo sean. El del Brexit no lo fue.
La decisión vinculante es la del Parlamento. Y sin embargo, ya estamos
viendo lo que pasa. En segundo lugar, porque el resultado de un
referéndum convocado como no vinculante no es fiable o, en todo caso, es
mucho menos fiable que el de un referéndum convocado como vinculante.
Por muchas vueltas que le demos, al final acabaremos llegando a la
misma conclusión: únicamente a través de los instrumentos propios de la
democracia representativa pueden los partidos que propugnan la
independencia acreditar la mayoría necesaria para abrir negociaciones
con el Estado, que puedan conducir a un nuevo pacto de integración o a
la independencia.
Mientras no se pueda acreditar esa mayoría clara, va a
ser muy difícil salir del staus quo. Una vez que se acredite, sería el momento de recurrir al referéndum.
(*) Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Sevilla
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