Imagínense
un país en el que hayan convivido pacíficamente durante milenios
todas las religiones y culturas de la Humanidad. Ese país ya existe,
y se llama la madre India.
Allí
sobrevive el Cristianismo primitivo que trajo el
apóstol Santo Tomás y que practica sus ritos en arameo,
no en latín.
Allí
está el judaísmo primitivo que ha desaparecido en el resto
del mundo.
También
sobreviven allí los Parsis o Farsis,
seguidores de Zoroastro, que fueron expulsados de Persia o Irán.
Además
del Hinduismo, que es la religión mayoritaria, está
el Budismo, que no tiene castas sociales, al igual que
el Jainismo fundado por Mahavira, que se parece
mucho al Budismo pero que practica una no violencia
extrema.
El
Budismo tiene allí sus lugares de peregrinación como Bodhi
Gaya donde se conserva la higuera debajo de la cual se iluminó
el bendito Buda, o el Parque de los Ciervos en Benarés
donde predicó su primer sermón en donde habló de la existencia del
sufrimiento y del camino para liberarse.
Luego
están los guerreros místicos Sikhs, seguidores del
Guru Nanak, con sus grandes turbantes coloridos, que son una
síntesis del Islam y del Hinduísmo. Los hippies pobres que llegaban
por tierra a la India por la frontera de Pakistán, se refugiaban en
el Templo Dorado de Amritsar, en donde les daban comida y
alojamiento gratis, porque los Sikhs practican una caridad
extrema.
Hasta
los Taoístas chinos y los Sintoístas
japoneses tienen su sitio y respeto en la Madre India.
Los
únicos que dan problemas de vez en cuando son algunos musulmanes.
¿Casualidad?
No
existe ninguna tierra en el mundo con tanta densidad de santones y
místicos por kilómetro cuadrado como la Madre India.
De
ahí las frases: “de Oriente viene la luz”, “voy a Oriente a
orientarme” o “ver la India y morir”.
Ninguna
persona que haya visitado esta tierra sagrada puede volver a ser la
misma el resto de su vida, porque produce un cambio profundo
en el viajero.
Dicen
que Jesús viajó a la India en sus años mozos, en una caravana de
mercaderes judíos, y yo estoy convencido de ello. ¿Dónde si no
hubiera encontrado tanta inspiración para fundar el
cristianismo?
¿No
han escuchado la belleza y la profundidad de la música hindú? ¿No
han leído nunca a sus maestros espirituales? ¡Son conmovedores!
No
existe un solo español que esté tan enamorado de la India como
Ramiro Calle, que fue mi profesor de Yoga en la
Universidad Autónoma de Madrid.
Les
invito a leerlo y a viajar a la tierra de los inmortales con un
visado turístico de tres meses, porque recordarán el viaje toda la
vida. Pero hagan el viaje de noviembre a marzo, porque el
resto del año hace demasiado calor para nosotros.
Cuando
estuvo muy enfermo, Ramiro Calle suplicó a su amigo Fernando
Sánchez Dragó que lo llevara a morir a Benarés para
alcanzar la liberación de su alma. ¡Qué historia tan emotiva! Le
salvaron la vida, afortunadamente, en el hospital La Paz de Madrid,
tras una repatriación urgente.
El
alma de la madre India es profunda y luminosa, y menos mal que
está reduciendo su pobreza gracias a su desarrollo industrial
e informático, porque los hindúes son geniales con los
ordenadores. No olviden que fueron ellos los que inventaron las
Matemáticas y el número cero, entre otras muchas cosas.
¡Qué país
tan maravilloso, igual que China!
(*) Periodista
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