La
República Federativa Socialista de Yugoslavia tuvo un final trágico que
se podía haber evitado con una actitud menos depredadora de las
potencias del momento –la tambaleante Rusia incluida–, más interesadas
en repartirse el despiece que en evitar una guerra civil.
Yugoslavia era literalmente un polvorín, puesto que el régimen autogestionario del mariscal Tito había
creado un potente ejército –el cuarto de Europa– para defenderse de una
hipotética invasión soviética.
Los demás países socialistas del Este
europeo, dependientes de la URSS a todos los efectos, no tenían una
fuerza militar autónoma como el Ejército Popular Yugoslavo, dirigido
desde Belgrado.
Fue un final trágico, vergonzoso y terriblemente
complejo. ¿Un final inevitable? Esa pregunta ya no la plantea casi
nadie, pero nos habla de la actual crisis del proyecto europeo. Había
muchas prisas en los años noventa por engullir el glacis del este.
Años antes del drama, Yugoslavia brilló gracias a su
baloncesto. Su selección lo ganaba todo, y sus jugadores figuraban entre
los mejores de Europa. Los equipos yugoslavos jugaban a una velocidad
de vértigo, con constantes vuelcos en el marcador. La única metáfora
yugoslava hoy honestamente aplicable a España es la de ese trepidante
baloncesto. Todo discurre cada vez más deprisa, nuevos jugadores entran
periódicamente en la cancha, el marcador va dando saltos y nadie sabe
cómo acabará el partido. Si es que acaba.
Un triple desde Andalucía ha vuelto a provocar un gran
vuelco en la política española. Ya ocurrió en febrero de 1980 y se
repite ahora, en sentido inverso. El vuelco en Andalucía va a cambiar
cosas en este país, muchas más de las que hoy puedan imaginarse. De
entrada, modifica la ubicación y el estado de ánimo de todos los actores
políticos. Coloca al PSOE a la defensiva, cuando creía tener a la
derecha irremediablemente partida en tres trozos, ferozmente
enfrentados.
Inunda de miedo y nerviosismo a los dirigentes socialistas
de la España interior, con el ínclito Emiliano García-Page intentando
salvarse de la quema con el espantajo de la ilegalización de los
partidos nacionalistas. Refuerza al Partido Popular frente a Ciudadanos:
vuelve el Partido Alfa de las clases medias tradicionales españolas.
Propulsa a Vox en un ciclo electoral decisivo y excita a los piquetes de
extrema derecha.
Transforma a José María Aznar en el pianista
de Pink Floyd: el gran sinfonista de la derecha española tiene ahora
tres teclados a su disposición, con los que intentará modular
estrategias comunes. Demuestra, en definitiva, que una derecha dividida
en tres partidos puede ser electoralmente eficaz si la izquierda se
desmoviliza.
Coloca a los nacionalistas vascos en situación de máxima
alerta. Excita la imaginación de los irresponsables que en Catalunya
creen que “cuanto peor, mejor”. Y por último, aunque no lo último, el
trepidante baloncesto yugoslavo aplicado a la política alienta el
rechazo social a los partidos, convertidos en significantes de un odioso
desorden que nada arregla y todo lo estropea.
Mucha gente empieza a percibir el juego de la política como
una agresión constante a su tranquilidad y sus intereses. El juego en
la cancha es trepidante, pero el público se está poniendo muy nervioso.
El último barómetro del CIS es muy elocuente al respecto: los políticos,
los partidos y la política en general aparecen como el segundo problema
de los españoles, por delante de la corrupción y detrás del paro. La
política vuelve a ser odiada en España.
Ahí está una de las claves del resultado electoral en
Andalucía. Había una verdadera pulsión de cambio y no se percibía una
alternativa. Los decepcionados se abstuvieron. Los más irritados
patearon el tablero con la papeleta de Vox.
Después de ganar la moción de censura, Pedro Sánchez optó
por gobernar con 84 diputados en vez de convocar elecciones para
septiembre u octubre. Creía poder dominar el tramo final del partido
frente a una derecha rota y desorientada. Andalucía lo ha cambiado todo.
Sánchez endurece ahora el discurso, sin cortar amarras con los independentistas. Pablo Casado se exhibe como orador parlamentario–ritmo eléctrico, sin papeles– taponando a Albert Rivera.
La iniciativa es ahora de Casado, que ya advierte al
PSOE con los papeles que su gente va a buscar en los cajones del
palacio de San Telmo, sede de la Junta de Andalucía.
Joan Tardà y Carles Campuzano lanzan cables, sin que se sepa muy bien quien manda ahora en Catalunya.
Pablo Iglesias se
adjudica el papel de vicepresidente equilibrista, intentando salvar una
legislatura que se va por el desagüe. Hay contactos y llamadas para
intentar evitar que el día 21 descarrile todo. El PNV también está en
ello.
(*) Periodista y director adjunto de La Vanguardia
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