Con la comparecencia en la Ciutat de la Justícia de los primeros responsables policiales de la desproporcionada violencia del 1-O se
ha puesto de manifiesto lo importante que es contar con una estrategia a
la hora de fabricar un relato que acabe anulando o cuestionando la
verdad de los hechos.
Frente a los datos oficiales de que más de un
millar de personas tuvieron que ser atendidas por los equipos médicos de
lesiones por la actuación policial, el Estado español estableció
tres diques de contención: la intervención policial fue proporcionada,
los lesionados fueron muchos menos de los que dijo la Generalitat y
muchas de las escalofriantes imágenes que se distribuyeron estaban
manipuladas. Vamos, eran fake news.
Hubo incluso un ministro de Exteriores que ya nadie recuerda y que respondía al apellido Dastis
que así lo aseguró en sendas entrevistas en la BBC y Sky News y se topó
con la perplejidad de la primera y un severo rapapolvo de la segunda.
La mentira del Estado no superó los Pirineos pero era desde el
principio de consumo interno. Aquellos números de la Guardia Civil y del
Cuerpo Nacional de Policía que abandonaron durante varias semanas sus
lugares de destino alentados por autoridades y mandos entre cantos
patrióticos y gritos de A por ellos y que tuvieron, además, el respaldo de Felipe VI,
elogiando su actuación y alejándose irreversiblemente de la mayoría de
los catalanes, comprendieron desde el primero momento la importancia de
su misión.
Quizás por ello, a falta de órdenes concretas, no hizo ni
falta una directriz específica para sacar la porra y fue suficiente una
instrucción previa: "Si no podían realizar lo que se les había encargado
[retirar las urnas de los colegios electorales] tenían que cargar".
Manos libres, autonomía y discrecionalidad.
Nada de lo declarado por los primeros responsables policiales citados
en el juzgado ha tenido, sin embargo, el impacto del inspector del CNP
ante una foto que se hizo viral y dio la vuelta al mundo de una mujer de
cabellos blancos, con el rostro y las manos ensangrentadas. Una imagen
terrible de la desproporcionada intervención policial.
Mariano Rajoy
quizás explicará algún día que fueron las presiones de las cancillerías europeas
las que detuvieron el baño de sangre que había en muchos colegios
electorales. Porque fue eso: un baño de sangre de cuerpos en actitud
pacífica frente a una policía extremadamente violenta con el resultado
de heridos ya comentado.
Sí, era sangre. No presunta sangre, ni pintura roja. No fue una
performance, ni una obra de teatro. Los cargos políticos que lo
permitieron por activa o por pasiva han quedado marcados para siempre.
Algunos aún se mueven como zombis en el teatro que muchas veces es la
vida política. Venir ahora a decir que quizás era pintura roja y no
sangre es una estrategia de defensa para ocultar una realidad lacerante
que muchos catalanes no olvidarán nunca.
(*) Periodista y ex director de La Vanguardia
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