La casta empresarial española es muy singular. Muchas de sus sagas se
forjaron a la sombra del Estado, que a lo largo de la historia les hizo
ricos de todas las formas posibles. Emprendedores había pocos por eso
del que inventen ellos y porque aquí estaba todo inventado. El principal
cliente de los grandes negocios siempre fue el Estado y cuando los
negocios dejaban de serlo era éste quien corría al rescate para
nacionalizar la chatarra y devolverla abrillantada a nuestros grandes
buscavidas.
Así se ha escrito la historia de nuestra industria, un caso
insólito en el mundo ya que el enriquecimiento empresarial siempre fue
directamente proporcional a lo deficitario del objeto social. A mayor
ruina, mayor fortuna.
Heredero de esta larga tradición de pícaros hispanos, Florentino
Pérez ha acabado siendo el emperador de ese capitalismo de amiguetes que
tantas glorias ha proporcionado a nuestras familias más ilustres.
A
nadie tendría que extrañar que el origen de su imperio fuera una pequeña
constructora participada por Banca Catalana, Construcciones Padrós, que
su actividad dependiera de las obras que le adjudicaba la Generalitat,
que tras la quiebra de la entidad financiera y la recesión inmobiliaria
Padrós acabara en el Fondo de Garantía de Depósitos, y que por una
peseta Pérez y sus amigos se convirtieran en constructores después de
recibir 100 millones del citado Fondo para el reajuste de la plantilla.
Únase a esto un refinado cultivo de relaciones personales iniciado en su
paso por la política –los amiguetes, para entendernos- y tendremos la
clave de la gloria del personaje. Así se hacen los negocios entre África
y los Pirineos.
Con estos antecedentes se entiende mejor el caso del almacén Castor,
el fiasco más sonado de los últimos años pero, a la vez, la demostración
palpable que el llamado riesgo empresarial es en España sólo un
concepto teórico. Como resumen, el caballero monta una empresa para
construir un depósito subterráneo de gas que, obviamente se le adjudica.
Lo que iba a costa 400 millones, se multiplica por tres. La declaración
de impacto ambiental, ya y tal. El tinglado se asegura con cláusula
según la cual en caso de dolo o negligencia grave de la empresa, pagamos
todos. Se suceden los terremotos y apoquinamos como está mandado, pero
no ad calendas graecas sino en el acto, ya, por decreto, y si te he visto no me acuerdo.
Misión cumplida.
Varios años después de la factura viene el Constitucional a decir
que el abono de 1.350,7 millones es inconstitucional, aunque sólo en la
forma, en las prisas, en la urgente necesidad, porque del fondo para
qué va a ocuparse el Tribunal si es que alguien le ha preguntado. Y
empiezan lo sudores para el Gobierno, a ver qué se inventa Supersoraya a
la vuelta de su aventura en el país de los secesionistas, veamos qué
enjuague es posible ahora que no tenemos mayoría en el Congreso,
pensemos qué coño hacemos con el marrón.
Todos preocupadísimos, menos Florentino, claro, porque, ¡ay Santa
Rita!, ven ahora a quitarme el cheque de Enagás, ven a deshacer la
titulización de la deuda adjudicada a la banca a 30 años y repercutida
en el recibo del gas de los pringados, ven ahora a pedirme cuentas en el
descanso de algún partido del Madrid en la Champions, que ya hemos
tirado la Liga, ven y te explico cómo me va la OPA de Abertis y cómo te
estoy salvando el culo en esa empresa “estratégica” que se quieren
quedar los italianos.
El capitalismo de amiguetes no tiene ideología. El negocio se puede
empezar con el PSOE, continuar con el PP y hasta puede ser avalado por
IU -cuando existía- como la famosa operación de las torres de la Ciudad
Deportiva. “A ver si vienen mis amigos del PSOE y os echan de una vez”
era una frase que el constructor ha repetido más de una vez cuando algún
dirigente del PP osaba interponerse tímidamente en sus propósitos. A
ver si vienen para que todo siga igual, para que los fracasos sean
éxitos clamorosos, para que sigamos pagando las fiestas y las estafas.
(*) Periodista
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