Hasta que se produjeron los bárbaros atentados del 17-A
la ciudadanía española vivía el conflicto entre el Estado y la
Generalitat con una inexplicable dosis de indiferencia. En julio, el
barómetro del CIS arrojaba un dato extraño: sólo el 1,2% de los
consultados consideraba la cuestión catalana como uno de los problemas
importantes del país.
Por razones que residen en el inconsciente
colectivo de los españoles esta nueva rebelión de los catalanes –en
cursiva porque evoca la de 1640 que describió magistralmente John Elliot
en un libro con ese título– no producía una especial preocupación.
La
indiferencia quizás se explique en el recurrente fracaso catalán en los
no pocos desafíos que ha planteado al Estado desde el siglo XVII. Se ha
interpretado que este también fracasará porque se consideran inviables
sus objetivos suponiéndose que se trata por parte del secesionismo de
una estrategia de confrontación muy radical que se detendrá en el filo
del abismo, reconduciéndose los acontecimientos a una negociación más o
menos productiva pero que recuperará la normalidad perdida.
Este distanciamiento de gran parte de los españoles ante el
convulso escenario de la Catalunya del 2017 resultaba indicativo de una
realidad innegable: la convivencia entre catalanes y los demás
españoles carece de afectividad y de recíproca comprensión. Las hubo en
los comienzos de la transición. Catalunya fue en las dos últimas décadas
del franquismo la referencia de una serie de valores sociales,
políticos y culturales en los que se reconocía un vanguardismo con
liderazgo en la sociedad española.
El compromiso catalán con la
elaboración de la Constitución española de 1978 y la implicación del
catalanismo en la gobernabilidad de España, tanto con el PSOE como con
el PP, generalizaron la convicción de que Catalunya había encontrado su
lugar en España. Además, el llamado problema vasco, de perfiles tan
dramáticos por la constante presencia del terrorismo etarra, propició
lecturas histórica y sociológicamente equivocadas sobre el estar de
Catalunya en España, creyendo que el eslabón débil de la cadena estaba
en el Cantábrico y no en el Mediterráneo. En otras palabras, la cuestión
catalana parecía una asignatura superada.
El error del diagnóstico de lo que supuso el itinerario
accidentado y paralelo de tres episodios simultáneos (la crisis
económica, el fiasco estatutario de 2006-2010 y la eclosión de los
efectos de las políticas de nacionalización practicadas en los 23 años
de gobierno de Pujol y CiU) ha sido determinante en la desmotivación de
los españoles ante la cuestión catalana. Barcelona y su pujanza, la gran
ciudad de los prodigios olímpicos de 1992, la urbe más internacional de
todas las españolas, la estructura de su plural demografía y su potente
emisión cultural, han sido variables consideradas por buena parte de
los españoles, élites incluidas, como incompatibles con un proceso de
ruptura tan tosco, tan banderizo y tan irresponsable como el que estamos
viviendo y que hoy alcanza su zénit.
El ataque terrorista del 17-A significó un punto de
inflexión. No por los atentados en sí, que también, sino especialmente
por la gestión de los acontecimientos que asumió plenamente la
Generalitat al tiempo que se produjo un apagón estatal que no permitió
visualizar la presencia del Gobierno y de sus cuerpos y fuerzas de
seguridad.
La manifestación en Barcelona el pasado 26 de agosto,
durante la que el Rey y el presidente del Gobierno fueron víctimas de
una emboscada independentista, encendió las luces de alarma mucho más de
lo que lo hicieron las frecuentes pitadas que Felipe VI y el himno de
España habían padecido en más de una ocasión en estadios de futbol. De
aquellos acontecimientos de agosto se deriva la consciencia por la
opinión pública española de la dimensión del desafío secesionista y de
la determinación de llevarlo a cabo. Ahí se sitúa el giro de la opinión
pública española.
Los españoles de a pie ignoran la historia de España y de
Catalunya casi como sus clases dirigentes. En este año 2017 se ha
cumplido el 125 aniversario de las Bases de Manresa –probablemente
fundacionales del catalanismo– y el centenario de la Asamblea de
Parlamentarios que lideró Francesc Cambó y que hizo tambalear el régimen
de la Restauración. La Constitución de 1978 parece también haber
agotado su capacidad de integración territorial por lo que a Catalunya
se refiere y la embestida contra ella y su defensa por el Estado ante su
derogación por el legislativo catalán ha transformado la indiferencia
ciudadana en un fastidio irritado.
Hemos oído en el Congreso la apelación a que los
parlamentarios republicanos y exconvergentes no vuelvan a la Cámara
cuando se ausentaron el pasado 20 de septiembre (“¡no volváis!”), en
algunos lugares se jalea a la Guardia Civil –las imágenes de su acoso en
Barcelona la noche del 20-S han sido muy impactantes– y en los balcones
de Madrid y otras ciudades cuelga la bandera española con una profusión
desconocida. Ahora se ha instalado en España un nuevo clima que no es
de indiferencia sino de cabreo y rechazo a lo que ocurre en Catalunya,
un sentimiento que va más allá de los aciertos y errores del Gobierno.
Se ha producido la peor de las rupturas que es la emocional.
La visión de muchos catalanes de los españoles es tan
distorsionada como la que tienen aquellos de estos. La gran
responsabilidad contraída por las clases dirigentes consiste en haber
dejado que el conflicto permee en la base social y se reproduzca en unos
términos dañinos. Cunde, además, un sentimiento cercano al rencor: el
que albergan los catalanes que se sienten humillados y el de los
españoles que se sienten despreciados. Es duro escribir este relato,
pero cuando se ignora la realidad nos sorprende su inevitable venganza.
Mañana, por eso, debe comenzar la reconstrucción de los afectos.
(*) Periodista
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