domingo, 1 de octubre de 2017

Las tres lógicas del proceso / Norbert Bilbeny *

Aristóteles distinguió cuatro tipos de causa. “Eficiente”: el prin­cipio del cambio. “Material”: aquello de lo cual algo surge. “Formal”: la idea del cambio. Y “Final”: el objetivo de este. Pues bien, en el proceso catalán de los últimos años –el movimiento político hacia la independencia de Catalunya– concurren las cuatro causas.

Nada se produce en política por nada. La misma defensa de la Constitución española es otro proceso con sus causas. Igual que los partidarios de reformar la Constitución y su proceso federalizante. No hay hecho político que se precie que no muestre las cuatro causas de que trató Aristóteles. Y mira que ha llovido.

No vamos a recordar aquí qué ha llevado a la mitad de la ciudadanía catalana a querer un referéndum de autodeterminación. Sólo escrutaremos un poco su lógica. Que no es una, sino tres, y en cada una de las cuales hay signos de dichas cuatro causas. La lógica inicial y más arraigada del proceso catalán es la soberanista. “Som una nació”, y por hechos atribuibles al centralismo español, se quiere ser también un Estado. 

La segunda lógica apela, por los mismos motivos, a la autonomía personal y los derechos humanos. Es la lógica decisionista, la del dret a decidir como principio moral por encima del nacional. Una vía, a diferencia de la anterior, más individualista que comunitarista. Y la tercera lógica es la pragmatista, la de “Espanya ja no ens serveix”, la que reclama un marco político eficaz para el desarrollo. Esta, a diferencia de la primera, se aviene bien con la globalización.

Estas tres lógicas son como tres ríos de fuentes distintas (identidad, dignidad, eficiencia) que confluyen en un mismo mar: “Volem votar”. Vías tan legítimas como la de mantenerse dentro de la Constitución, que además es la vía legal. O como la vía de reformar aquella en sentido federal. 

Las vías del proceso catalán desembocan hoy, en cambio, en la ilegalidad, cosa grave y a evitar en democracia. Aunque si tuvieran más partidarios, o un claro reconocimiento democrático, tendrían fuerza suficiente para pasar a la legalidad. Y no hay peor ciego que el que no quiere ver.

No existe, mientras, un choque entre la ley y la democracia. O entre la legalidad y la legitimidad. Sino entre dos legitimidades democráticas, o sea, entre dos culturas ­políticas en disputa por la democracia. Aquí está lo serio del asunto y lo que requiere de la política grandes dosis, a partes iguales, de realismo y visión.


(*) Catedrático de Ética en la Universidad de Barcelona


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