En el límite mismo del final del largo viaje hacia la independencia de Catalunya, el president de la Generalitat, Carles Puigdemont,
detuvo el reloj y se dio un tiempo, previsiblemente corto, para
negociar. Seguramente, no es lo más sencillo de explicar para el Govern,
ni lo que esperaba una parte del independentismo que quería una
inmediata declaración de independencia después de los resultados del
referéndum del 1 de octubre.
Pero tampoco es lo más cómodo para el
gobierno español y para Mariano Rajoy ya que la aplicación del 155 de la Constitución
-la suspensión formal de la autonomía- que tiene a punto la Moncloa
desde hace meses es un poco más difícil de explicar en el extranjero
y de activar con la apuesta formal del diálogo por en medio y la
apelación a una mediación internacional.
Con el reloj detenido, deberían
activarse los contactos con el gobierno del PP y las fórmulas puestas
encima de la mesa por los diferentes mediadores internacionales de estas
últimas horas. Eso, al menos, en teoría, ya que no está nada claro que
el gesto de Puigdemont tenga correspondencia en Madrid, como dio a
entender Soraya Sáenz de Santamaría en una breve comparecencia en la
que, más allá del tono duro habitual, no añadió nada.
La jugada de Puigdemont puede tener riesgo en el complicado mapa de
la política catalana, donde cualquier quiebro se vive como un éxito o un
fracaso definitivo, pero puede acabar siendo todo un acierto a la hora
de conservar el apoyo de la opinión pública internacional. Un millar de
periodistas estaban acreditados para esta ocasión en el Parlament aparte
de los que acuden habitualmente. Y casi dos centenares de medios extranjeros,
algunos de los cuales transmitían en directo la intervención.
Sin duda
son muchos y ellos también van a ser garantes de la oferta del Govern y
atentos seguidores de la respuesta del gobierno español. Que tiene en su
terreno una pelota incómoda y que no debería hacer como en otras
ocasiones: destrozarla e impedir que se juegue el partido. El momento es
para sentarse y las autoridades comunitarias que en estas horas hayan
pedido un gesto a Puigdemont ya lo tienen. Ahora es su momento de
hablar. Y pedir también a Rajoy que se mueva en la misma dirección.
¿Servirá para algo?, se preguntaban un grupo de jóvenes con rostros
poco felices al abandonar el passeig Lluís Companys. Debería servir. En
cualquier otro país de nuestro entorno serviría. El pleno de la tarde
tuvo tres momentos culminantes.
El primero, cuando Puigdemont declaró
solemnemente que asumía el mandato del pueblo el pasado 1 de octubre
para que Catalunya sea un estado independiente en forma de república.
Fue el momento más emotivo ya que en el recuerdo latían las dificultades
para poder votar en aquella jornada de enorme dignidad democrática.
El
segundo, cuando dijo que suspendía los efectos para abrir un diálogo
para una solución acordada. El Govern le escuchó desde el primer banco
del Parlament, serio y constreñido. El momento no era cómodo.
Y el
tercero cuando los diputados de Junts pel Sí y de la CUP firmaron la
declaración de independencia en el auditorio de la Cámara catalana.
La rapidez con que sucedió todo sustrajo del debate unas palabras
claves de la intervención del president y que hacían referencia a que
suspendía los efectos de la declaración. Exactamente, que quiere decir?
Vayamos a la agencia Reuters: la independencia de Catalunya ha sido
declarada por Puigdemont y suspendidos sus efectos en aras a una
negociación.
Una de las singularidades de la política catalana es que nunca avanza
a grandes saltos sino a pasos muy medidos. El de este martes es un
claro ejemplo. Lo más positivo es que por el camino no se perdió a nadie
del arco parlamentario que avaló el 1 de octubre. La mayoría sigue
siendo superior a la del estricto mundo independentista. Para los
tiempos que vendrán es mejor así. Para impulsar una negociación también.
La pelota vuelve a rodar y ahora entran nuevos actores, sobre todo
Europa. El proceso catalán es más internacional que nunca y eso no
perjudica los intereses catalanes.
(*) Periodista y ex director de La Vanguardia
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