jueves, 7 de septiembre de 2017

"¿Es una algarabía? No, Sire, es una revolución" / Ramón Cotarelo *

El País no anda bien de chispa periodística. Quizá le parezca exagerada la similitud con la famosa información del duque de La Rochefoucauld a Luis XVI, aunque es pertinente. Pero podría haber hecho un juego más de casa, componiendo una portada con el títular: "Golpe del Parlament. El País, con la Constitución". Al fin y al cabo, es el espíritu del titular real: "Los separatistas imponen...".

Claro que es una revolución. Encabezada por el Parlament, cual suele suceder. Y con un pueblo detrás, el que lo ha elegido y le ha mandatado. Los parlamentos se mueven a golpe de gestos simbólicos, hoy magnificados por los medios. La imagen de la jornada es la aprobación de la Ley del referéndum, la que echa a andar el proceso para que los catalanes y catalanas decidan si quieren constituirse en República independiente o seguir como están.

El referéndum no es la independencia. El referéndum es una pregunta, no es una respuesta. No haber entendido algo tan sencillo puede costar a los nacionalistas españoles quedarse sin país. Porque si imponer lo que en otras partes del mundo civilizado se hace negociando sin problema cuesta tanta tensión, tanto conflicto, tanta confrontación, la mayoría acabará concluyendo que, en efecto, lo mejor es romper cuanto antes porque esto no tiene arreglo.

Sí,  es una revolución. La revolución de la República catalana. Los dos partidos dinásticos, cerrados en banda a la posibilidad y la excrecencia de Ciudadanos, también, pues el enfrentamiento con el independentismo venía de cuna, de cuando Rivera se fotografiaba in puribus. Pero ¿y Podemos? Es sarcástico que quienes venían cabalgando a lomos de la revolución no la hayan visto pasar a su vera hasta que han comprobado que ellos cabalgaban en un Clavileño.

¿Por qué no entendió el nacionalismo español la diferencia entre referéndum e independencia? Aparte de por pura incapacidad o por la consabida tirria hispana al pragmatismo porque, en el fondo, no es democrático ni cree en el principio democrático sino que se aferra de modo fetichista al principio de legalidad. Ese enunciado que comparten PP y PSOE frente a Cataluña de que sin ley no hay democracia es una tontería. Sin ley no hay democracia. Y con ley, tampoco. Las Leyes de Nürenberg eran leyes y el régimen, una tiranía. Todo depende de la ley y de la democracia.

Solo la ignorancia de aquella diferencia y también del sentido vivo de democracia explica un exabrupto como el de la vicepresidenta del gobierno: hoy hemos vivido una patada a la democracia en el Parlament. Quiere decir puntapié seguramente. El Parlament propinando una "patada" a la democracia. ¿A qué democracia?

"Sí", responden quienes de buena fe en la izquierda se oponen al independentismo "la democracia del PP no es democracia (forma elegante de sintetizar años de saqueos, estafas, ilegalidades, gürteles, Lezos, Bárcenas, leyes mordaza, etc) pero lo suyo no es saltarse la ley, sino reformarla". Quienes dicen esto saben (o debieran saber) que la minoría catalana jamás será mayoría en España, jamás podra reformar las leyes y deberá someterse siempre a la tiranía de la mayoría.

"Bueno", dicen otros seguramente también de buena fe, "en todo caso, no hay que tirar el niño con el agua sucia ni confundir el gobierno del PP (corrupto y profundamente antidemocrático) con el Estado. Alguna vez cambiará el gobierno, regirá la izquierda y el Estado español cambiará".

Eso es falso. Lo niega la experiencia histórica y lo niega la propia concepción de España de la izquierda que, en lo sustancial, es la de la derecha. Véase si no:

La transición fue un proceso hoy muy cuestionado pero que, en todo caso, traía unos compromisos implícitos de carácter incluso lógico. El más evidente era que el franquismo se había acabado y nadie lo resucitaría. Justo lo que la derecha se ha puesto siempre a hacer al llegar al poder y, a partir de su arrollador triunfo electoral de 2011, a marchas forzadas: restaurar el franquismo. De modo vergonzante porque solo los más tontos de ellos se siguen declarando franquistas, pero efectivo. 

Apenas llegados a La Moncloa en 2011 suprimieron de un plumazo el pluralismo en RTVE, devolvieron la enseñanza a la Iglesia, pretendieron suprimir el aborto, reformaron la justicia para encarecerla y privar de ella a los más necesitados, destruyeron el régimen jurídico laboral, desmantelaron la sanidad pública, promulgaron una ley Mordaza, saquearon el fondo de pensiones y se dedicaron a enriquecerse ilegalmente, ellos y su partido, a cuenta de los contribuyentes que, en España son las clases medias y bajas.

No hay garantía alguna de que esto no vuelva a suceder (de hecho sigue sucediendo hoy día; la Ley Mordaza sigue en vigor y se sigue multando a la gente a capricho de los agentes de la policía), sobre todo por la coincidencia de fondo que hay entre la izquierda y la derecha. La perpetuación del franquismo en todos los órdenes se mantuvo incólume durante los veinte años de gobiernos socialistas (Valle de los Caídos, Fundación Francisco Franco, callejero, honores, símbolos) y solo en tiempos de Zapatero se aprobó una menguada Ley de la Memoria histórica que los franquistas del PP han tirado a la basura.

En realidad, desde que el PP llegó al poder en 2011, en el PSOE había clara conciencia de que estaba desmantelando los pactos implícitos de la transición. En alguna ocasión lo mencionó Rubalcaba. Y era obvio. Como obvio era que se trataba de volver al franquismo sin Franco. Basta con ver el panorama de los medios de comunicación. 

Pero no se hizo nada. En cuatro años de mayoría absoluta de un PP echado al monte no hubo ni una moción de censura, nada digno de considerarse oposición. Al contrario: refugiado el PSOE de Rubalcaba en su política de "pactos de Estado" (que fueron tan dañinos a la izquierda como los "pactos de familia" para España), se complotó una Ley de Seguridad Nacional que se aprobó ya en tiempos de Sánchez y que, según se dijo entonces, no era "contra los catalanes". Esa misma a la que hoy se quiere recurrir contra los catalanes.

No, el Estado español no cambiará nunca. Salvo mediante una revolución.

Mi artículo en elMón.cat de hoy. Esta vez no haré un resumen de su contenido. Prefiero comentar unas reacciones de los últimos días. A medida que nos acercamos al punto de choque, voy ganándome más reciminaciones, advertencias y amenazas por mi relación con Cataluña. Es curioso. Hace años que vengo advirtiendo de que el único problema real del Estado español era el catalán. Nadie hacía caso y todos lo ignoraban con la típica inconsciencia española. Repásense las hemerotecas de hace seis, ocho, diez años: ni palabra de Cataluña. Quienes insistíamos en la importancia del asunto éramos unos pirados.- 

En la etapa intermedia, hará dos años o así, los analistas, políticos, responsables comenzaron a barruntar que algo podía estar pasando; pero nada serio, una "algarabía" decía el franquista arrogante y estúpido que tenemos en La Moncloa y, ciertamente, quienes avisábamos éramos unos pesados cuando no unos resentidos que lo que queríamos era que se hablara de nosotros. Hoy, cuando Cataluña prácticamente ya se ha marchado (y ha hecho muy bien porque a nadie se le puede obligar a aguantar la ignorancia, el abuso, el mal trato, etc) todos se rasgan las vestiduras. Los franquistas del gobierno, histéricos, hablan de defender la democracia. Ellos, que llevan seis años oprimiendo, robando, mintiendo al país entero y no solo a los catalanes. 

La oposición, como siempre acobardada, cierra filas con un gobierno de corruptos y delincuentes, de franquistas, centralistas y clericales antes que buscar un entendimiento con los indepes catalanes. Y, por supuesto, a quienes defendemos los derechos de estos por encima de nuestra propia conveniencia, nos llaman de todo, desde tontos útiles a traidores y nos amenazan en las redes. Y lo menos que nos pasa es que perdemos un buen puñado de "amigos", de esos que lo son mientras coincidas con sus opiniones y solo en ese caso. Si discrepas, pierdes la amistad. Lo cual da una idea ajustada del peso que esta tenía en el alma de los tales amigos.

Pequeño repaso. Por defender lo que creo justo en cada momento llevo perdiendo "amigos" toda mi vida. Citaré unos cuantos casos, ciñéndome solo a la transición o época postfranquista. En el franquismo todavía fue peor:

Cuando defendí la permanencia en la OTAN, perdí un montón de "amigos"
Cuando pedí la dimisión de Guerra por la corrupción de su hermano, perdí "amigos"
Cuando defendí al PSOE contra la pinza PP-IU y el "sindicato del crimen", perdí más "amigos".
Cuando denuncié los GAL y pedí que se procesara a los responsables seguí perdiendo "amigos"
Cuando apoyé el nacimiento de Podemos perdí montones de "amigos"
Cuando ataqué el colaboracionismo del PSOE con el PP entre 2012 y 2016 perdí más "amigos"
Cuando denuncié el narcisismo, oportunismo y neocomunismo de Podemos volví a perder "amigos"
Cuando defendí a Sánchez frente a la caudilla Diaz y sus padrinos seguí perdiendo "amigos"
Cuando me pronuncié a favor del derecho de autodeterminación de los catalanes perdí "amigos"
Cuando ataco la claudicación de Sánchez ante la derecha nacionalcatólica sigo perdiendo "amigos"

Me he quedado sin "amigos", pero estoy conforme conmigo mismo por seguir un comportamiento que solo rinde cuentas a mi conciencia y no a consignas de partido, dogmas ideologicos o criterios de tribu.

Tenía que decirlo.

Aquí la versión castellana del artículo en el.Mon.cat:

Tomando posiciones

Con el plazo final a la vista en la hoja del calendario, las partes del conflicto más grave que ha vivido el régimen político de la tercera restauración ultiman sus preparativos para el archicitado choque de trenes. La Generalitat tiene pleno del Parlament el viernes para presentar los proyectos de ley de desconexión a algo más de 48 horas de la Diada.

El gobierno está sobre aviso permanente para impugnar dichas normas ante el Tribunal Constitucional apenas se hayan aprobado. Al propio tiempo tiene a sus miembros profiriendo amenazas más o menos veladas en sus momentos libres entre comparecencias parlamentarias o procesalees, a las cloacas de Interior trabajando a pleno rendimiento y su frente mediático disparando a todo lo que se mueve.

También ha cumplido su amenaza de movilizar a su brazo contable, el Tribunal de Cuentas, para proceder confiscatoriamente contra el patrimonio personal de los imputados por desobediencia, Mas, Rigau, Ortega, Homs y otros sin imputar. Esta práctica represiva es especialmente repugnante porque extiende el castigo por la supuesta falta a los descendientes del autor. 

Y aun lo es más si se tiene en cuenta que procede de un órgano al que el PP ha estado presentando cuentas falsas durante doce años sin consecuencia punitiva alguna; un órgano compuesto por gentes del PP, militantes y excargos políticos, o afines a él; un órgano plagado de enchufados de los magistrados que actúan en una especie de red de influencias familiares; un órgano que no ha detectado ni fiscalizado ninguno de los infinitos latrocinios cometidos por la trama Gürtel y las anejas.

La oposición corre en auxilio del gobierno, como siempre sucede cuando se trata de Cataluña, y forma con él una especie de unidad de salvación nacional. Ambos partidos dinásticos emplean las mismas o parecidas expresiones. Sánchez llama a los ciudadanos españoles a que no voten en el “simulacro” de referéndum y eso apenas una semana después de haber almorzado con Puigdemont. Un brindis por las nuevas vías de diálogo que abre el nuevo PSOE.

La “auténtica” izquierda de Podemos anda mareando la perdiz. Sin duda los de Podem, de Dante Fachín, apoyan el referéndum así como un “sí” crítico. Pero la versión castellana –o vallecana- de los morados, a través de su líder, Iglesias, ha convocado un acto separado de la Diada en colaboración con los comunes de Colau y Domènech. Un acto con un inconfundible aroma lerrouxista, pues se hace en nombre de la “soberanía” de Cataluña. “Soberanía”, obviamente, no es sinónimo de independencia. Es la potencia de la que deriva el acto, como diría Aristóteles, pero no es el acto mismo. El caso es crear confusión.

Entre todos estos preparativos de zafarrancho de combate, el momento culminante será la próxima Diada. Por lo que sabemos, seguramente habrá una asistencia notablemente superior a las de los años anteriores. Tal cosa tendrá una lectura obligada, sobre todo si, como es de esperar, el aumento de asistencia sigue dándose en un clima abierto, democrático y pacífico porque es el binomio de la movilización social y su carácter no violento lo que confiere su fuerza al movimiento independentista.

Los resultados de la Diada probablemente serán incontestables y permitirán prever una alta participación en el referéndum del 1º de octubre. Este será, seguramente, el caballo de batalla de quienes intenten cuestionar los resultados pasada la votación. Ello debiera ser irrelevante pues ese criterio solo podría emplearse razonablemente si hubiera habido un acuerdo previo respecto al índice de participación. 

Al no haberlo, los datos de participación que resulten habrán de medirse en proporción al tipo de consulta de que se trata. Por regla general, el rango de participación en las consultas referendarias es inferior al de las elecciones legislativas ordinarias. Y así deberá procederse en este caso, por lo cual, sería válida una mayoría con un índice de participación inferior a un 50 por ciento.

Se da aquí por supuesto que, con una alta movilización en la Diada, el referéndum se celebrará. Se hará como prueba manifiesta de una intensa voluntad independentista a la que ayudará mucho el recurso del Estado a medios inmorales y de guerra sucia. La movilización de la Diada servirá al Estado para comprobar cuántos recursos habrá de destinar a su objetivo de sofocar el referéndum. Sobre todo si quiere hacerlo de acuerdo con el principio de proporcionalidad reiteradamente enunciado por Rajoy. 

Por lo general se entiende que esta proporcionalidad trata de ajustar a la baja la respuesta del Estado a los efectos de no sobredimensionar su actuación. Pero en este caso, lo más probable es que el Estado haya de ajustar su respuesta al alza, al enfrentarse a un movimiento de masas tan amplio que requiera el despliegue de unos cuerpos de seguridad y mecanismos de represión que el Estado no posee.

Si, a pesar de todo el Estado consiguiera impedir la celebración del referéndum por la violencia, hay pocas dudas de que el Parlamento haría una declaración unilateral de independencia.
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED

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