domingo, 11 de febrero de 2018

El submarino 'S-80 Plus', del sobrepeso al sobreprecio


MADRID.- Después de meses de tira y afloja, el Ministerio de Defensa y el astillero público Navantia han llegado a un acuerdo sobre el coste del futuro submarino de la Armada española, rebautizado con S-80 Plus tras alargarle la eslora en más de 10 metros para compensar su exceso de peso: serán 1.550 millones de euros (más una reserva de 100 millones para atender imprevistos), a sumar a los 2.135 del presuesto inicial, por cuatro sumergibles a recibir entre septiembre de 2022 y julio de 2027. Es decir, 3.685 millones de euros en total, un sobrecoste del 72,5% sobre lo previsto, según revela El País.

El acuerdo ya ha sido remitido al Consejo de Estado para que emita el correspondiente informe antes de que el Consejo de Ministros de luz verde a la modificación de la orden de ejecución. Este contrato es independiente del nuevo ciclo inversor anunciado por la ministra de Defensa, María Dolores de Cospedal, para equipar a las Fuerzas Armadas españolas en los próximos 15 años, pues forma parte de los llamados Programas Especiales de Armamento (PEAS) planeados en los años noventa, aunque distintas peripecias han demorado al menos una década la entrada en servicio de los S-80.
¿Es admisible un desvío de más del 70% en el coste de un submarino? Los expertos coinciden en que, dado el alto componente de Investigación y Desarrollo (I+D) que incoporpora el proyecto, tiene mucha más justificación que los abultados reformados de las grandes obras públicas y se remiten a los frecuentes sobrecostes de los sistemas de armas de países de la OTAN. En todo caso, nadie ha explicado este fuerte aumento de costes en el Parlamento ni mucho menos se han asumido responsabilidades.
Tras sucesivos retrasos, el gran fiasco vino en diciembre de 2012, con el reconocimiento de que se había producido un desvío de 125 toneladas en el peso del submarino, lo que afectaba a su flotabilidad y obligaba a rediseñarlo totalmente. 
Un error de este calibre no se habría producido si, de forma excesivamente voluntarista, Navantia no hubiera roto en 2010 su asociación con el astillero francés DCNS, con el que cofabricaba el submarino Scorpène. La empresa española había construido antes submarinos, pero nunca se había enfrentado al reto de diseñarlos en solitario. 
Además, el plan de prejubilaciones de 1999 descapitalizó la compañía, al prescindir de muchos ingenieros mayores de 50 años, precisamente los que tenían más experiencia.
Para sacar a flote el proyecto tras el divorcio traumático con los franceses (los dos exsocios acabaron en los tribunales), el Ministerio de Defensa tuvo que recurrir al apoyo técnico de EEUU: la firma Electric Boat, el mayor fabricante mundial de submarinos, supervisó la revisión crítica del proyecto, que en julio de 2016 superó su examen (CDR, por sus siglas en inglés). No fue un apoyo desinteresado: los estadounidenses cobraron 14 millones por su asesoramiento.
El Ministerio de Defensa ha renunciado a penalizar a Navantia por los retrasos. Alega que, al tratarse de una empresa pública, el dinero que entra por un bolsillo sale del otro, ambos del mismo pantalón. Sí se han discutido los márgenes de beneficio, para que equivocarse no acabe resultando un buen negocio.
Los 1.550 millones de sobreprecio suponen un techo de gasto que no tiene por qué agotarse, según las fuentes consultadas. Esta cantidad incluye 16 millones para adaptar los muelles de atraque de la base naval de Cartagena (que deben dragarse y alargarse), los dos simuladores (el de plataforma y el táctico) o la dotación de armamento. También, el sistema de propulsión independiente del aire (AIP), que le convertirá en el submarino no nuclear con mayor autonomía y discreción (capaz de navegar casi dos semanas sin salir a la superficie).
Dos firmas españolas, Técnicas Reunidas y Abengoa, compiten en la carrera por diseñar un sistema capaz de producir hidrógeno a partir de bioetanol. No solo se trata de producir el sistema AIP, sino de miniaturizarlo para su instalación a bordo. Tras varios fracasos, alguno muy sonado, la Armada está convencida de que ambos prototipos culminarán con éxito, aunque da por descontado que no llegarán a tiempo para la botadura de los dos primeros submarinos, por lo que se estrenará en el tercero de la serie y se instalará posteriormente en todos.
La demora del S-80 ha provocado, además, costes colaterales. A dos de los tres submarinos que quedan en servicio de la serie anterior (S-70), que ya deberían haberse dado de baja, se les ha prolongado la vida operativa mediante una gran carena (revisión exhaustiva) no prevista por el fabricante. En total, otros 86 millones de euros que, si hubiera nuevos retrasos, aumentarían hasta sumar 130.

Miras quiere reinventar el PP / Ángel Montiel *

El piloto que conducía el coche que lideraba la prueba sufrió a mitad de carrera una grave indisposición, y hubo que sustituirlo por otro, pero éste, al cabo, ha acabado detectando que el problema es más complejo: también el vehículo está averiado. Y ante esa constatación cabían dos opciones para llegar a la meta de 2019: una, confiar en la inercia propia y en la impericia de los competidores, lo que es mucho confiar, y otra, entrar en bóxer y cambiar las piezas para regresar a la pista con renovado reprisse.

Esto es lo que ha decido hacer Fernando López Miras en un gesto que ha sorprendido hasta el gato. Literalmente. Se esperaba un cambio de Gobierno, pero esto por sí solo habría resultado insuficiente. Lo que, antes de eso, que también vendrá en marzo, ha ingeniado el presidente popular es un cambio de modelo de partido, de equipo para gestionarlo y hasta de ideas para definirlo. 

La palabra que más empleó en la reunión de la junta directiva del pasado jueves en que anunció la convocatoria de un congreso extraordinario del PP en que votarían todos los militantes, sin el filtro de los compromisarios, fue ´ruptura´. Muy fuerte esta palabra, dicha en cualquier organización, pero más en la de los populares, y menos desde la cúpula, no desde la oposición interna si existiera.

Y no contento con esto, ya en declaraciones públicas, añadió otro concepto que creíamos era tabú en el PP de Rajoy: refundación. Es decir, cambiar hasta las bielas. Pero no hay rebelión, pues el primero que está de acuerdo es el propio Rajoy. A él se viene dirigiendo desde hace algún tiempo López Miras para obtener el plácet, y parece que no le ha costado mucho a pesar de que en una estructura tan rígida como el PP cualquier cambio para su adaptación, aunque sea en un ámbito local, podría prender la llama que extendiera la experiencia, no sólo a otras Comunidades, sino a la misma pirámide nacional.

De entrada, la intención refundadora anunciada por el presidente murciano adquiere legitimidad por la propia fórmula del congreso: un militante, un voto, lo nunca visto en el PP. López Miras no sólo ha hecho enunciados de propósitos, sino que ha empezado por llevarlos a cabo. Al menos, en lo instrumental.

Actualización y cercanía. El presidente apela a su edad, 34 años, para significar que pertenece a este siglo y comprende sus nuevos retos y está en sus debates; asegura que su círculo de relaciones personales es ajeno al estamento político y que esto le permite poner el oído en la realidad de la calle, y presume de no estar sumergido en ninguna ´burbuja política´. Va más allá: dice que es consciente de las insuficiencias del PP para conectar con la sociedad, y que en su partido es preciso «un rearme ideológico y moral». Si uno lo deja hablar pareciera estar escuchando las letanías de muchos de los decepcionados con el PP.

Señala, además, que el recurso del ´estado de obras´ (AVE, aeropuerto...) no es suficiente para crear vínculos afectivos con los ciudadanos, sino que es preciso detectar las nuevas ideas y desafíos, más amplios y generales que ofrecer circunstanciales frutos de gestión.

En una impresión espontánea podría decirse que lo que López Miras intenta con este efecto, la convocatoria inesperada de un congreso de su partido, es afianzarse como líder y candidato que presenta una ilegitimidad de origen por haber sido puesto a dedo (algo que en el PP no es excepcional y viene siendo tolerado), pero, con ser así, no se queda en esto, y ahí está lo fundamental de la sorpresa.

El presidente está dispuesto a revisar en profundidad las políticas de su partido, los mensajes y planteamientos que ha venido manteniendo, y esto bajo una exposición a modo casi de lema: «Los asuntos de nuestro tiempo no pueden ser contemplados con los mismos esquemas que nos sirvieron en 1996». Es obvio, pero parece que en el PP hay que recordarlo. Y López Miras está decidido a dar el salto. Es valiente, sin duda, pero traslada la sensación de vértigo porque conocemos muy bien al PP, y habrá que verlo para creerlo.

Pero esa misma impresión externa sobre el PP es la que no se resigna a aceptar López Miras. Asegura que la militancia y el grueso de los votantes populares están integrados como el que más en la parte de la sociedad más puesta al día, y se niega a ser percibido como el líder de un partido ´viejuno´ que ha de reaccionar a la defensiva. 

Por tanto, el plan que ordena el congreso que ha convocado tiene que ver, naturalmente, con su ratificación en la presidencia, apurada hasta la aceptación de los militantes en voto directo y secreto, pero también, y es lo importante, con un cambio global de perspectiva. Incluso ha rechazado las recomendaciones para que el congreso se celebre en el Auditorio, como siempre, o en algún hotel, y ha elegido las instalaciones universitarias, «porque es el lugar donde se mueve la gente cada día».

Esto va a ser lo interesante: hasta qué punto puede transformarse el PP.

En el último periodo se ha constatado que basta un simple cambio de tono, como en el caso de la madrileña Cifuentes, para que se tome por novedad, tal es el inmovilismo general de esa organización, pero da la impresión de que López Miras pretende dar un empujón más contundente, de tal manera que quizá la Región de Murcia pueda resultar un laboratorio de prueba para renovar al PP, y tal vez por eso ha sido consentida esta experiencia.

Tándem con Ballesta. En esta particular ´operación renove´, López Miras ha dado de entrada, junto a la instauración de lo que en la práctica son unas elecciones primarias, un paso más al romper las inercias internas. El único privilegiado que conoció el jueves pasado, antes que los demás, su iniciativa de convocar un congreso extraordinario fue el alcalde de Murcia, José Ballesta, aunque solo le llegó la confidencia unos minutos antes del inicio de la reunión de la junta directiva, en un aparte previo. 

Lógico, porque iba a salir de allí convertido en el director del comité organizador. El golpe de efecto del presidente ha obrado un milagro poco habitual en la política. Hace unos días parecía que, a consecuencia del desentendimiento inicial sobre la solución al caso de los ´audios de Roque´, las relaciones entre López Miras y Ballesta se complicaban hasta el punto de que podrían convertirse en un problema añadido a los que ya tiene el PP. Pues bien, de pronto, el presidente y el alcalde de Murcia aparecen constituyendo un tándem perfecto, complementario. 

Ballesta, que aun plenamente integrado en el PP, ha venido apareciendo como una personalidad ajena a las cuestiones orgánicas, pasa ahora a ser algo así como el suministrador principal de las ideas para la ´refundación´. Quedan, pues, pulverizadas algunas camarillas y desactivados los corresponsales que, más que enlazar trazaban zanjas. El factor Ballesta es clave en esta nueva etapa, que empieza, nada más que por su mera elección, por soldar las grietas de lo que pudo haberse prolongado en conflicto.

Ruptura, refundación, nuevo partido. Las palabras obligan. Y López Miras ha hablado de ´ruptura´, matizada en el sentido de que la sociedad ha cambiado y el PP debe incorporarse a ella con otros planteamientos a los que ha venido manteniendo por arrastre de sus sucesivos éxitos a partir de 2016. 

Ha hablado de ´refundación´, lo que no puede ser entendido más que como un cambio radical en la manera de entender la democracia interna, la respuesta a la corrupción y el establecimiento de políticas prioritarias que hasta ahora no lo han sido para el Gobierno. El presidente popular no se ha contentado con exhibir esos términos, sino que ha acuñado sin rubor la expresión «nuevo partido», lo que supone admitir la realidad de la caducidad del que se ha quedado ´viejo´, tal como se desprende de muchos indicios, entre ellos el más inquietante: las encuestas. 

Sigue en ese sentido los pasos de los socialistas, que desde la elección de Pedro Sánchez o, en la Región, de Diego Conesa, hablan del «nuevo PSOE»; los otros dos grupos parlamentarios no usan el calificativo porque son nuevos de por sí.

Aunque la decisión de López Miras haya tenido un efecto sorpresa, porque nadie esperaba que el PP fuera capaz de mirarse al espejo y reaccionar con tanta determinación, la ´revolución´ que promueve no es extraña a la organización. Las apelaciones del presidente a que «ya no estamos en la estela del 96» recuerdan la actitud de Ramón Luis Valcárcel en aquellas fechas del pasado siglo: tras ganar a Calero el congreso, quiso situar al PP en el centro político e incorporó a cargos a todos los militantes de UCD que había disponibles. También vendía Valcárcel por entonces «un nuevo partido», aunque luego ambos, el partido y él, envejecieran juntos muy ostensiblemente tras ocho iniciales años de buena gobernación.

Remodelación del Gobierno. Pero, ojo, que los cambios acarrean a veces desestabilización. No se dirá que el PP está desacostumbrado a los cambios tras los vaivenes de los últimos años, con cuatro presidentes de la Comunidad puestos en cola, pero no son precisamente ese tiempo de cambios los que necesita. Es obvio que se prevé la constitución de un nuevo equipo de dirección y quienes ahora lo integran quizá se muestren menos complacientes que los procuradores en Cortes de cuando la Reforma Política, allá por la Transición, que votaron sí a su propia desaparición. 

O puede que haya quienes desconfíen de que López Miras se lance con tanta voluntad a poner las cosas patas arriba para iniciar el deshollino. Pero el presidente asegura que «todos y cada uno de los miembros de la dirección del partido han mostrado su apoyo al proyecto y se han puesto a mi disposición».

Queda claro, además, que la convocatoria del congreso es el punto primero de una hoja de ruta que tiene dos epígrafes más, señalados también para el mes de marzo. Uno, que antes de la Semana Santa estarán decididos los nombres de los candidatos a la mayoría de las alcaldías de la Región, al menos de las principales (la de Murcia ya no es una incógnita). Y dos, que habrá cambios en el Gobierno. Preguntado por esta cuestión, López Miras responde: «Vamos al congreso, y lo demás ya se verá». Se verá que habrá remodelación, pues será la manera práctica de observar la traslación del ´nuevo partido´ a San Esteban.

El PP está averiado, como hemos venido señalando en muchos comentarios. Pero ahora sabemos que también lo saben en el PP. Y López Miras se ha decidido, cuando ha visto el momento preciso, a repararlo. Repararlo es cambiarlo. Veremos.

‘Habitas doblemente peladas’ para seis

Tiene gracia que el primer acto de las primarias convocadas por López Miras, en las que él será candidato, consista en una cita en Cartagena con el líder nacional del partido: el viernes para cenar, y el sábado para dar un paseo madrugador y deportivo por el Monte de las Cenizas al ‘ritmo rajoyano’. 

Queda claro quién es el favorito, en el improbable caso de que hubiera otro. En la cena, a la que ambos presidentes fueron con sus respectivas parejas, se añadió otra ‘pareja política’: la portavoz del Gobierno, Noelia Arroyo, que no sabía adónde iba (López Miras le dijo: «Resérvate la noche», sin más información), y el presidente del PP de Cartagena, Quico Segado (uno de los dos será candidato a la alcaldía). 

Almudena, la anfitriona de La Marquesita les ofreció un menú de sus especialidades: alcachofas, calamares a la plancha, ‘habitas doblemente peladas’, denton a la plancha, tartar de atún, cazoleta de chanquetes al ajillo, vino de Bullas, y asiático, muy del gusto de Viri, la esposa de Rajoy. 

La Marquesita es el restaurante favorito de Pilar Barreiro, pero en la cena no se habló de la controvertida senadora, y tampoco de PAS o de Valcárcel. Se habló de la Semana Santa de Lorca, de la que el presidente murciano mostró en su móvil un vídeo a Rajoy, quien tal vez se apunte a asistir a los desfiles bíblicos este año tras hacer un paseo previo por la ciudad para constatar su recuperación años después de la visita que hizo cuando los terremotos, antes de ser presidente del Gobierno. 

Fue Rajoy quien sugirió dar un paseo por el centro de Cartagena en vez de dirigirse directamente al restaurante, pues al parecer le gusta hacerse selfies con todo el mundo. Había venido a una boda, como se sabe.



(*) Columnista


En los ojos de Urralburu / Joaquín García Cruz *

Que una y otra vez le recuerden que no nació en Murcia es lo que peor lleva Óscar Urralburu desde que se alzó con la secretaría general de Podemos, en febrero de 2015. De todos los improperios que el presidente de las cooperativas agrarias, Santiago Martínez, le soltó en la Asamblea Regional el pasado día 1, minutos antes de que la oposición aprobara en bloque las exigentes enmiendas a la ley de medidas urgentes para el Mar Menor, a Urralburu se le clavó, más honda que ninguna otra, la exclamación «¡ni siquiera eres murciano!», que Santiago Martínez repitió después en un corrillo con el presidente López Miras, sin que este se inmutara ante lo que Urralburu considera que fue una manifestación de naturaleza xenófoba. 

El dirigente agrario espetó también a Urralburu, cara con cara y el índice levantado, que «estás jugando con la olla de mis hijos», que «cobras un sueldo de la Universidad, a veces dos al mes», y que «tú has dirigido todo esto», para insinuar que, si PSOE y Ciudadanos iban a suscribir las enmiendas -como finalmente sucedió-, lo harían empujados por Podemos, el partido que pretendía «cargarse» el sector agrícola. 

El vídeo de ‘La Verdad’ con este rifirrafe refleja uno de los momentos más tensos que se han vivido en el interior del Parlamento autónomo, con el líder de Podemos y la diputada María Giménez aguantando estoicamente las andanadas de Santiago Martínez, a quien Urralburu se limitó a contestar que dejara de hacer «teatrillo», pero reconcomido por dentro por el reproche de no ser murciano, que tantas veces ha escuchado en los tres últimos años. 

Quienes presenciaron aquello aseguran que el portavoz del PP, Víctor Manuel Martínez, se alejó sabiamente del foco, y se sabe que Lucas Jiménez, el presidente del Sindicato Central de Regantes del Tajo-Segura, a quien las enmiendas de la oposición hacen la misma gracia (ninguna) que al presidente de las cooperativas agrarias, telefoneó al día siguiente a Óscar Urralburu para desmarcarse de Santiago Martínez. 

El secretario general de Podemos, docente de Secundaria en excedencia y profesor asociado en la Universidad de Murcia hasta que se liberó para dedicarse por completo a la política, mantiene fijado aún en su cuenta de Twitter el vídeo, por su contenido didáctico e ilustrativo de las malas artes. Después no ha vuelto a verse con el representante de las cooperativas, ni a pronunciarse públicamente al respecto de lo sucedido en la Asamblea, pero en privado cuenta que Santiago Martínez figura en el Registro Mercantil como administrador en varias empresas distribuidoras de nitratos y como apoderado en otras, una maldad sembrada ya en las redes sociales. 

El líder de Podemos asegura que el propio presidente de la Comunidad Autónoma, de formas siempre blandas, le ha comentado en alguna ocasión que «tú no entiendes bien lo que pasa porque no eres de aquí». Sin acritud, pero dejándosela caer. 

Óscar Urralburu (Pamplona, 1971) vive en Murcia desde hace 25 años, tiene dos hijos nacidos en Murcia, en Murcia se doctoró en Bellas Artes y en Murcia se lanzó a la vida pública dirigiendo el sindicato asambleario Sterm, que en los años noventa agitaba con éxito las aulas contra las políticas educativas del PP. 

A la vista de su personal ‘curriculum vitae’, Urralburu no entiende cómo se le puede denegar su murcianía y por qué se le intenta desacreditar reprochándosele su origen navarro, salvo que sea, como parece, con la finalidad de desautorizar subrepticiamente su predicado político, por lo demás bien conocido: izquierdista del todo, de verbo mordaz, instalado en la radicalidad, provocador de biempensantes y engarzado en un partido de discurso frecuentemente agrio al que un 20% de los españoles mantienen su intención de votar, según la última encuesta del CIS, pero al que una buena parte del 80% restante ve como una amenaza para la democracia. 

Cabría pensar que incluso en el terreno personal debe de ser incómoda la empresa de capitanear Podemos en una región que desde 1995 vota al PP mayoritariamente (y hasta 2015, con apoyos superiores al 60%) y en la que Podemos no se cansa de denunciar la existencia de ‘lobbies’ que supuestamente maniatan a los gobiernos de turno. 

Sorpresa. La pelotera con Santiago Martínez es el único episodio avinagrado de cierta intensidad que Óscar Urralburu ha sufrido en su relación con la patronal, los sindicatos, las otras fuerzas políticas -incluido el PP- y los numerosos colectivos e instituciones que discrepan abiertamente de Podemos y rechazan sus posiciones, pero sin llegar más lejos ni recurrir al oprobio personal en lo que podría llamarse una cordial disidencia. 

Uno de los cargos públicos más importantes del PP en la Región -y su familia- viven desde hace meses con protección policial porque los Cuerpos de Seguridad entienden que podrían ser presa fácil de algún desalmado, no viene al caso por qué. Urralburu no se ha visto ni por asomo en una coyuntura semejante, y de ahí que no salga de su asombro por el encaramiento que hubo de aguantar el día de las enmiendas a la ley del Mar Menor. 

Otra cosa es lo que sucede en los pueblos, donde Podemos se queja de que algunos alcaldes les niegan locales, de actitudes belicosas individuales en absoluto generalizables, y de poco más..., con una grave salvedad: al secretario general del partido en una localidad pequeña le envenenaron los perros en su casa de campo y le dejaron un aviso: «Tú serás el siguiente». Dimitió, asustado. 

Urralburu tiene, por tanto, razones sobradas para proclamar el carácter tolerante y hospitalario de una región en la que observa conductas caciquiles aisladas y residuos de un feudalismo minador del progreso, pero a la vez una región en la que -asegura- se les escucha con respeto, a él y a su gente, pese al radicalismo de sus postulados y a la visión que de Murcia proyectan, nada complaciente con el poder establecido y en la que Podemos señala una peligrosa dualización social derivada de un reparto desigual de las rentas, inferiores a mil euros para el 53% de la población activa; un Instituto de Crédito y Finanzas poco útil para el reflotamiento de empresas en apuros; un Instituto de Fomento que identifica con un mercado persa en el que las ayudas «van siempre a las mismas manos», en lugar de impulsar una movilización social de la economía; una Administración endeudada hasta las cejas; una agricultura obligada a teñirse de verde «por su propio bien, porque no se trata de un capricho de ‘hippies’ o ecologistas, sino de una exigencia de Europa»; una economía sumergida que alcanza al 25% del PIB (unos 10.000 millones de euros) y explica -en opinión de Urralburu- que vuelvan a comprarse «tantos cochazos»; una legión de buenos investigadores sin los recursos necesarios para sacar adelante sus proyectos; y un Gobierno que se niega a habilitar la Oficina Antifraude que esta misma semana ha vuelto a reclamar Podemos en la Asamblea y ha caído otra vez en saco roto por falta de aliados parlamentarios. 

Esta es, más o menos, la Murcia vista con los ojos de Urralburu. Una visión radical, para muchos apocalíptica, que le reporta miradas torvas y antipatías del lado más conservador, aunque nada tan doloroso personalmente para él como que lo ataquen por no ser murciano.



(*) Columnista



Auctoritas y potestas / Alberto Aguirre de Cárcer *

A principios de semana me llegaron señales de que el presidente López Miras iba a mover ficha. Se especulaba con cambios en el partido o en el Gobierno regional. En ámbitos empresariales próximos al PP ya circulaban incluso algunos nombres de potenciales damnificados, aunque no pasaban de ser meras elucubraciones sobre una posibilidad con razones de fondo para ser ciertas: la perentoria elección de varios ‘caballos de refresco’ en el Gobierno para dotarlo de mayor perfil político de cara a lo que resta hasta las elecciones del próximo año. 

Pero Miras no soltaba prenda ni siquiera a sus colaboradores más cercanos. El mismo miércoles por la tarde se negaba desde San Esteban a este periódico la posibilidad de que hubiera cambios inminentes. Tampoco en el PP regional se sabía el motivo de la convocatoria urgente de su Junta Directiva. Lo que solo había hablado con Rajoy y Cospedal acabó trascendiendo en la tarde del jueves para sorpresa de todos los suyos, excepto para el alcalde de Murcia, José Ballesta, que estaba en el ajo: la convocatoria de un congreso extraordinario para el 18 de marzo, el primero en la historia del partido a nivel nacional sin compromisarios y donde el presidente regional será elegido bajo la fórmula de un afiliado, un voto. 

Miras daba un golpe de efecto con el que empieza a purgar el pecado original que arrastra, la designación a dedo de forma apresurada por su antecesor, Pedro Antonio Sánchez, e intenta movilizar al partido para darle la vuelta a los pronósticos más pesimistas. Si todo transcurre como parece, López Miras dejará de ser simplemente Fer y se habrá ganado el liderazgo de los suyos para renovar el ideario del partido, hacer cambios profundos de modos y personas en el interno del PP y establecer una relación más estrecha con la sociedad murciana en base a nuevos objetivos programáticos. 

Las palabras del exvicepresidente Juan Bernal en ‘La Verdad’, cuestionando a principios de enero no tanto la idoneidad de Miras como su discutible designación a la búlgara, no cayeron en saco roto. No eran pocos los destacados militantes populares que compartían esa opinión, aunque ninguno se atrevía a expresarla, bien por considerarla políticamente inconveniente o por desidia, comodidad, temor a ser señalado o sencillamente por cobardía.

 «El presidente debe ser elegido por todos los militantes del partido -aseveró Bernal-. Es un hecho clave que no admite discusión en los tiempos actuales. El presidente no puede resultar elegido en un proceso de nombramiento a dedo sin saber muy bien por qué y cómo se ha hecho. Esa no es la forma en la que queremos tener a un presidente del PP. Si deseamos que realmente transmita ilusión y confianza, tiene que ser alguien que pase un proceso de elección dentro del partido». 

La entrevista a Juan Bernal agitó el avispero popular, aterrado por el vaticinio que figuraba como corolario de sus declaraciones: «El PP lleva camino de perder las elecciones». Aunque Miras dijo al día siguiente que no había leído las declaraciones, una solemne torpeza porque no resulta creíble, tuvo el buen tino de quedarse con lo mollar, a diferencia de algunos de sus colaboradores, empeñados en desentrañar una conspiración inexistente, ocupación muy habitual en los cenáculos de la política murciana en su ala más pacata. 

Probablemente fue José Ballesta quien le hizo ver a Miras la diferencia entre la ‘auctoritas’ y la ‘potestas’, el poder moral basado en el reconocimiento o prestigio de una persona y el poder político que se impone por la fuerza desde arriba. Elegido de la misma forma que Pedro Antonio Sánchez, Miras goza hoy de ‘potestas’, pero tiene que ganarse la ‘auctoritas’ ante quienes le ven demasiado bisoño y falto de cuajo político como para llevar a buen puerto un partido desgastado por tantos años en el poder, más desmovilizado que nunca desde 1995 y, en muchos aspectos, desfasado en relación a los vertiginosos cambios sociales que vivimos. 

Nadie, en definitiva, terminaba de creerse aquello del ‘nuevo PP’. Apostar por un congreso abierto, inédito en los populares, es una decisión valiente, inteligente y acertada de López Miras, que le hace recuperar iniciativa política y ganar enteros, fuera y dentro del Partido Popular. Su eventual elección por los militantes sintoniza con una corriente mayoritaria en la opinión pública, que apuesta por partidos con democracia interna y dispuestos a primar la meritocracia para poder llevar a los mejores a la política. 

El ‘aggiornamento’ del PP, no obstante, debe ser profundo porque por primera vez sus votantes tendrán en 2019 otras opciones que no les suscitan reparos ideológicos (Ciudadanos y la formación de Alberto Garre). Ahora se le abre al PP una oportunidad única para, de una vez por todas, asumir un discurso creíble sobre regeneración democrática, igualdad y medio ambiente..., y proyectar una visión de futuro para la Región que no incluya solo el agua y las infraestructuras.

Es muy probable que esa renovación de ideas y de caras vaya seguida de un inmediato anuncio de los candidatos para las municipales, al menos en aquellos lugares donde no gobierna, y de una remodelación, parcial o profunda de la composición del Gobierno regional, para impulsar el nuevo relato político que surja del congreso extraordinario. 

Después de cuatro presidentes en cuatro años al frente del Gobierno regional, los populares han tenido que verse al borde del precipicio para reaccionar y tomar una decisión sensata. Nada tienen garantizado de antemano, pero al menos se han caído del guindo a tiempo para intentar enderezar un rumbo que les conducía al desastre. Políticamente, el asunto empieza a ponerse interesante.


(*) Periodista y director de La Verdad


La ANC mete presión / José Antich *

La Assemblea Nacional Catalana acaba de colocar un petardo de proporciones aún desconocidas en plenas negociaciones entre Junts per Catalunya y Esquerra Republicana, que inicialmente parecían ser para la investidura de Carles Puigdemont como candidato a president de la Generalitat propuesto por el presidente del Parlament, Roger Torrent, y actualmente parecen haber derivado, además, hacia el programa del nuevo Govern y la confección del Ejecutivo catalán. 

El hecho de que la ANC amenace con movilizaciones en la calle si las dos formaciones no cierran un acuerdo de manera inmediata se asemeja mucho a aquella exigencia de Carme Forcadell en septiembre de 2014 cuando, dirigiéndose al entonces president de la Generalitat Artur Mas, le espetó desde el atril en el que hablaba: "President, posi les urnes". Y este acabó poniéndolas.

La petición del secretariado de la ANC ha provocado escozor en Esquerra Republicana, que asegura que hace todo lo posible por no retrasar la investidura de Puigdemont, que quiere efectiva y que incluya una hoja de ruta del Govern

El malestar en ERC viene de lejos, ya que sus portavoces no dejan de asegurar en privado que la candidatura de Puigdemont, que sigue defendiendo en público Junts per Catalunya, pretende llevarlos a un callejón sin salida, habida cuenta de que la investidura del president cesado por el 155 es inviable y el Tribunal Constitucional así lo ha expresado. 

En esta misma dirección, el TC acabará vetando cualquier modificación que el Parlament pueda llevar a cabo, hasta dejar en vía muerta cualquier iniciativa.

Pero lo cierto es que el movimiento de la ANC no es ni mucho menos gratuito dado que cuenta con cientos de miles de asociados y ha sido el protagonista de las multitudinarias manifestaciones que se han celebrado todos los 11 de septiembre desde el año 2012. 

Que el mundo del independentismo está incrementando la presión sobre Esquerra es una evidencia y, además de la ANC y de Junts per Catalunya, mantiene una posición similar en el tema de la investidura la CUP

En su día, cuando la demanda pública de Forcadell, ya señalé que debían mantenerse separadas las decisiones del poder político y la labor de las entidades soberanistas. Cada uno tiene sus funciones y no es bueno confundir los papeles que han de desempeñar. Entre otras cosas porque la unidad y la cohesión son valores a preservar ahora y en los próximos años. Y la pluralidad de la ANC y de Òmnium han de ser tanto una garantía a la hora de impulsar acuerdos, como un ejemplo de fiscalización de su cumplimiento.



(*) Periodista y ex director de La Vanguardia




Mejor ignorar a los valencianos / Salvador Enguix *

Lluís Bertomeu, columnista de nuestra edición digital, suele referirse tildándola de “desleal” a la actitud del Estado respecto a la Comunidad Valenciana. Y ofrece como contrapunto la evidente e histórica “debilidad valenciana” para ubicarse en el tablero político español, con todo lo que eso significa a la hora de captar recursos financieros e inversiones. Pero tras conocer lo sucedido esta semana en el Congreso habría que añadir un tercer concepto, el de la ignorancia, la que practican los partidos de ámbito estatal frente a las necesidades y urgencias de una geografía siempre, a decir verdad, comprometida con el destino de España. 

Viene esta tercera idea a cuento de la decisión de la Mesa del Congreso de aceptar tramitar la reforma del Estatuto de Murcia (región que gobierna el PP), mientras se sigue aplazando la del valenciano. “Nos ha pasado hasta el apuntador” señalaba el diputado de Compromís, Joan Baldoví, no sin razón. Porque no hace mucho también se aceptó tramitar la reforma del Estatuto Canario, región clave a pesar de su marginal presencia en el Congreso para que Mariano Rajoy apruebe los ansiados Presupuestos Generales del Estado, PGE, del 2018. Con un dato interesante: la petición del estatuto valenciano se registró en noviembre del 2011, la del canario en abril del 2015 y la del murciano en mayo del 2017.

No hace falta ser un lince para percibir esa ignorancia, fruto de una clara voluntad por evitar que la Comunidad Valenciana refuerce sus mecanismos legislativos para percibir los recursos justos en proporción a su población. Baldoví apuntaba al PP y a Ciudadanos como los responsables de este bloqueo. Partidos ambos con amplia representación en la Comunidad Valenciana pero que no son percibidos por los valencianos como verdaderos defensores de sus intereses, según refleja el barómetro de opinión hecho público esta semana por la Generalitat Valenciana.  

No fue así siempre en el caso de los populares; hubo un tiempo en el que sí se les consideraba como grandes representantes de un “poder valenciano” (definición abanderada por Eduardo Zaplana) que, sin embargo, con el tiempo se demostró incapaz de encontrar soluciones para equiparar esta autonomía a otras más hábiles en establecer relaciones bilaterales con el Estado. El actual PP valenciano, que lidera Isabel Bonig, parece más preocupado por denunciar una presunta “deriva nacionalista” de la Comunidad Valenciana que por resolver la parálisis estatutaria, la infrafinanciación o la infrainversión. Ese es el relato que Isabel Bonig reitera una y otra vez en cuantos foros es invitada, incluso en el Senado. 

En Ciudadanos las cosas están tan o más claras que en el PP. Partido centralista, jerarquizado, y poco entusiasmado en dotar a las autonomías de mayor capacidad de autogestión. En la Comunidad Valenciana persiguen el relato del PP, con vocación de competir en el discurso anticatalanista y antinacionalista. Un mercado, a tenor del barómetro conocido, que apenas moviliza inquietudes en la opinión pública valenciana, de momento. Pero entusiasmado por las últimas encuestas divulgadas. Creen, y es posible, que pueden deteriorar parte del mercado popular en esta autonomía.

También en el caso del PSOE es fácil encontrar evidentes contradicciones. Los socialistas españoles no se oponen a una reforma del estatuto valenciano, pero no la impulsan; y ello a pesar de la presión del PSPV, fuerza que lidera Ximo Puig. Hay, al respecto, un conflicto de modelos, y de percepciones; en parte a causa del temor de que abrir el melón de la reforma valenciana acabe contagiando a otras autonomías gobernadas por el mismo partido. Existe además en el PSOE también una línea muy española, temerosa de que el caso catalán tenga efectos negativos en las exigencias de otras regiones, pongamos como ejemplo la Comunidad Valenciana. No lo tiene fácil Ximo Puig.  

Esta es la fotografía política, al fin, de un fracaso; pues pocos creen ya que se afronte algún día la reforma del Estatut valenciano con la voluntad y vocación exigida. Hay demasiados síntomas de que esta ignorancia provocada es en sí mismo un elemento sistémico instalado en el Estado, pues basta ver cómo se retrasa el nuevo sistema de financiación y cómo se dan las inversiones a cuentagotas para perder, incluso, la esperanza. O cómo ciertas inversiones rozan lo tragicómico, como ese AVE Madrid-Castellón que circula entre València y Castellón por una vía de cercanías, con cinco retrasos en quince días y sin capacidad para reducir los tiempos entre las capitales de la Comunidad Valenciana. 

La ignorancia, como atributo, integra también cierto desprecio, lo que debería alertar, y mucho, a los partidos que pretenden impulsar cierta valencianidad en sus relatos. Pero de seguir así, el PP y Cs no deberían extrañarse que el PSPV y Compromís vayan creciendo ante la opinión pública como los partidos que mejor defienden los intereses de los valencianos. Mientras el PP logró que su marca fuera percibida así, fue hegemónico en esta sociedad valenciana, y arrasó en las urnas. Deberían tomar nota. Porque ese va ser el elemento que mejor puede dar continuidad al Botànic en el 2019 en la Generalitat Valenciana.


(*) Periodista


Rajoy en amok / Ramón Cotarelo *

Rajoy parece haberse convencido ya de que en España no lo quiere nadie. Ni los suyos. Escasamente su familia y la fiel vicepresidenta. Pero esta ya no le sirve de nada, pues le han aconsejado que no recurra ante el Tribunal Constitucional los sondeos del CIS ni las encuestas de intención de voto, ni las valoraciones de los líderes. 
 
Mire hacia donde mire, todo el mundo le da la espalda. ¡Ingratitud humana! Con lo que él ha hecho por los ricos, los financieros, empresarios, delincuentes, curas y organizaciones fascistas, al tiempo que ha castigado, anulado o reprimido a "los del otro bando". ¡Y ahora quieren prescindir de él, como si fuera una zapatilla vieja!

Pues parece haber decidido dar también aquí la batalla. Si hay que luchar por la supervivencia se pasa al ataque sin contemplaciones y, después de robar el fondo de las pensiones, se le dice a la gente que ahorre si quiere tener alguna y también, de paso, para la educación de sus hijos, para la que tampoco hay dinero porque se lo han fundido en robarlo directamente, regalárselo a los bancos, invertirlo en obras faraónicas inútiles o comprar armas a los yankies y voluntades políticas en las cancillerías europeas en contra de Cataluña. 
 
Antes o después del presidente M punto Rajoy, los de su partido preparan el terreno. Villalobos quiere sisar dos eurillos al mes a los suculentos salarios de los trabajadores y no sé qué dama de las aseguradoras ya sugiere a los jubilados que les regalen sus casas a cambio de la pensión de la que el gobierno los ha despojado y sigue despojandolos.

No hay duda: esta unanimidad social en torno a la marcha de Rajoy apunta a una situación de emergencia. Unanimidad que se refleja en la ínfima valoración a lo largo de todo su mandato, siempre como el político peor valorado, aunque a veces décimas por encima de Iglesias. Un presidente del que todos quieren librarse, no solo por incompentente, sino por desvergonzado y aburrido. Y una situación de emergencia porque a la vista está que este hombre ha perdido todo control y corre en amok de un lugar a otro destrozando lo que encuentra. Vamos a ver cuánto tardamos en tener un conflicto diplomático con Bélgica a cuenta de Cataluña.

Catalunya es el nombre del episodio más catástrofico de la catastrófica gestión de Rajoy. Un desastre sin paliativos originado en el autoritarismo y la incapacidad política de un partido y un gobierno más dedicados a esquilmar el país por todas las vías, legales o ilegales, en provecho propio que a gobernar con algo de lo que Rajoy siempre presume porque no sabe lo que es, el "sentido común". Cuando por "sentido común" entiendes solo lo que te beneficia a ti, tu partido y tus amigos, sucede esto, que te quedas sin país.

Junqueras dice que el mejor regalo que puede hacérsele (por los 100 días encarcelados) es que haya un gobierno. Y en ello está el bloque independentista. Habrá govern y sus circunstancias dependerán de lo que decida el bloque indepe y de lo que las circunstancias más tarde vayan aconsejando. Lo primero será pedir la retirada del 155 y lo segundo, la cesación de todas las hostilidades represivas, con la consiguiente liberación de los presos políticos y el retorno de los exiliados. Son las condiciones ideales para iniciar una negociación entre el Estado español y la Generalitat de Catalunya.

Sí, ya sé que decir esto suena a música celestial y que es seguro que no se conseguirá o no se conseguirá todo. Pero eso no es una razón para no plantear la exigencia, pues es justa y debe quedar constancia de ella. Porque, en definitiva, mientras las cosas no cambien, la cuestión es hasta dónde desarrolla su mandato republicano la Generalitat sin entrar en nuevo conflicto constitucional con la Monarquía española, lo que queda de la Monarchia Hispanica.
 
 
 
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED 

Los españoles, chorizos / José Antonio Zarzalejos *

La admiración que muchos vascos sentimos por el catalanismo de los años 80 y 90 del siglo pasado se debía a que había superado el nacionalismo fundacional, supremacista y excluyente, y desarrollado políticas que suponíamos inclusivas. Nosotros vivíamos el nacionalismo étnico del PNV y el terrorismo separatista de ETA. 

 Catalunya era en aquellos años un paradigma de sociedad. Nadie desconocía los textos fundacionales del nacionalismo catalán en los que se mezclaba la raza con la lengua, pero la acuñación del concepto de "un solo pueblo" y la consideración de los emigrados como "los otros catalanes" creó un nuevo  y ejemplar espíritu social y político en Catalunya.

Pese a las advertencias alarmadas de Josep Tarradellas sobre Jordi Pujol, creímos que el 'president' de la Generalitat de 1980 al 2003 había dejado de ser el hombre que escribió este ominoso párrafo: "Ese hombre andaluz anárquico y destruido, que vive en un estado de ignorancia y de miseria cultural, mental y espiritual (…) y que si por la fuerza del número llegase a dominar, sin haber dominado su propia perplejidad, destruiría Catalunya. Introduciría en ella su mentalidad anárquica y pobrísima, es decir, su falta de mentalidad".

Luego hemos ido descubriendo que nunca dejó de ser el supremacista que fue. El independentismo, en los últimos años, se ha encargado de liquidar el catalanismo, ese magnífico modelo de integración en la sociedad catalana y de proyección colaborativa con el resto de España.

Programación privatizada


El supremacismo -como bien reitera Felipe González- se ha adueñado de la Catalunya independentista. Nadie mejor que  Joan Oliver Fontanet, director que fue de TV-3 del 2002 al 2004 expresó esa falsa superioridad. Dijo: "Los españoles son chorizos por el hecho de ser españoles". La expresión supremacista -una de ellas, la más cualificada- está siendo, justamente, la televisión pública catalana que como escribía con acierto Ferran Monegal el pasado día 7 en este diario es la "mejor televisión privada catalana". Efectivamente: es un medio de comunicación público que privatiza su programación en la endogamia secesionista y desprecia, por tanto, al resto de catalanes de una manera tan clamorosa como hiriente.


 Ya se advirtió que el catalán no independentista era un "súbdito" (Jordi Turull, en agosto del 2017); ya se invitó a Inés Arrimadas a que se fuera de vuelta su Jerez natal (Núria de Gispert, en noviembre de 2017) y ya se proclamó que los españoles damos pena (Pere Soler, en julio del 2017). Se podría elaborar un florilegio de supremacismos, pero no merece la pena. Basta lo escrito para constatar que, por desgracia, el independentismo ha recuperado lo peor de todos los nacionalismos. Y que de aquel catalanismo inclusivo ha pasado a un secesionismo que se jacta de disponer en sus filas -y nunca mejor dicho: en la fila- a cantidad de apellidos de procedencia no catalana.

La importancia del linaje


Lo mismo ocurría en Euskadi: se exhibían apellidos castellanos, extremeños o gallegos en puestos gregarios del nacionalismo para mostrar su receptividad y razonabilidad. Está estudiado que en Catalunya la sobrerrepresentación de apellidos catalanes -el linaje es sustancial en el supremacismo- respecto de  los más numerosos de los ciudadanos de la comunidad es realmente apabullante.


Es cierto que José Montilla, de cuna cordobesa, fue 'president' de la Generalitat (también un López fue lendakari del Gobierno vasco) pero ¿haría falta recordar las frases que le dedicó Marta Ferrusola? Hagámoslo para quienes niegan el carácter supremacista del independentismo. Se preguntó a la dama si le molestaba que el 'president' de la Generalitat fuese andaluz, a lo que contestó: "Un andaluz que tiene el nombre en castellano, sí, mucho". No se cortó un pelo  pese a que Montilla era un ejemplo de integración. Para la esposa de Pujol era como "el Español de Cornellà" de Gerard Piqué.

El proceso soberanista –ese que a Serrat le parece ahora una "feria del disparate"- ha roto todo, ha estropeado todo, ha envenenado todo. Y ha hecho regresar al nacionalismo-separatismo al siglo XIX, a aquel romanticismo malsano de lo propio frente a lo ajeno, a la dialéctica del ellos y el nosotros. Que Felipe González lo subraye es conveniente y responde a una constatación de una realidad que quedó plasmada en el hecho insólito de que en una sociedad hegemonizada por el nacionalismo, haya sido Ciudadanos el primer partido el 21-D. Porque sus electores -y los de los otros partidos no independentistas- tienen la pituitaria muy sensible ante el alarmante complejo de superioridad de los aniquiladores del catalanismo inclusivo. Los súbditos, los chorizos, los que dan pena, parece que se han plantado.


(*) Periodista y ex director de Abc



...y el PNV se cuelga el lazo amarillo / Francisco Rosell *

Juan José Linz, sin duda el sociólogo español más universal, definía como "problema insoluble" aquel que agota a los interlocutores, pero no la cuestión. Dábale la vuelta a lo dicho por Churchill de que una buena conversación debe hacerlo con el tema, no con los escuchas. 

Entre esas cuestiones irresolubles, por el gran componente sentimental e irracional que encierran, figura por derecho propio el nacionalismo al cansar al más pintado. Esa hartura llevó al escritor James Joyce a implorarles a sus compatriotas irlandeses que, ya que no podía cambiarse de país, que cambiaran, por los clavos de Cristo, de conversación. 

Lejos de ser un mal de época, el nacionalismo sobrevive. Todo ello pese a la falsa creencia que hizo pensar que fenecería con la Primera Guerra Mundial y que actuaría de antídoto. El presidente norteamericano Woodrow Wilson, en su optimismo ciego, pronosticaría que sería la última conflagración mundial. No en vano, como explicó Linz, la fuente básica de esos problemas insolubles radica en que los líderes políticos fijan objetivos para los cuales no pueden procurar los medios necesarios y, no obstante lo cual, se niegan a renunciar a ellos. 

Lo cierto es que España, en la hora presente, por medio de la confluencia de los nacionalismos catalán y vasco, asiste al resurgir del neocarlismo, como si quisieran emprender la cuarta guerra carlista. Esta vez, afortunadamente, por medio de la política, poniendo del revés el viejo adagio de Von Clausewitz de que "la guerra es la continuación de la política por otros medios". Todos los tiempos parecen uno, aunque al pretérito legitimismo dinástico reemplace hoy el legitimismo neoforal. 

En medio de la liza catalana, a nadie debiera sorprender que los herederos directos de aquellos que, según Indalecio Prieto, querían convertir el País Vasco en "un Gibraltar reaccionario y un reducto clerical", se hayan sumado esta semana a la procesión independentista. Contrariamente a lo que decía Prieto, que se las tuvo igualmente tiesas con ERC por su deslealtad, de que el separatismo supone el suicidio por asfixia "y los pueblos no se suicidan", éstos suelen sentir una irrefrenable atracción fatal por el abismo, arrastrando a los que acompañan a estos flautistas de Hamelín.

Visto lo visto, el presidente Rajoy debió pensar el miércoles que «éramos pocos y parió la abuela» cuando apareció en escena el portavoz del PNV, Joseba Egibar, con un lazo amarillo en la solapa y una carpeta con 17 folios que artillaban una propuesta de reforma del Estatuto del País Vasco que entrañaría, de facto, su independencia cuando lo disponga. Con la estética del independentismo catalán -sólo le faltó vestir camisa negra, junto al lazo- e iguales propósitos, el PNV se echaba de nuevo al monte. 

Como tres lustros atrás (octubre de 2003) por medio del denominado plan Ibarretxe, cuyo fiasco se saldó con el cadáver político de su promotor y la pérdida del Gobierno vasco por primera vez desde la restauración de la democracia. Si el lehendakari Ibarretxe formulaba una especie de Estado libre asociado, al modo del establecido en Puerto Rico en 1952, el nuevo artefacto nacionalista proclama que el País Vasco goza de un derecho a la autodeterminación prevalente sobre la Constitución. 

Paradójicamente, el pendulazo del PNV se registra cuando atesora las mayores cotas de poder de toda su historia, pues manda en el Gobierno, las diputaciones, las grandes alcaldías, al tiempo que es cortejado hasta el arrobo por La Moncloa, lo que hace aparentemente inexplicable que trate de ajustar su hora al reloj averiado al secesionismo catalán. Este concierto político se promueve, además, cuando el Gobierno acaba de dispensarle un fructífero cuponazo. 

En Grandeza y decadencia de los romanos, Montesquieu ya refiere que la paz no se puede comprar porque quien te la ha vendido se encuentra después en mejores condiciones para hacerlo las veces que estime oportuno. Sentada esta premisa, resulta absurdo reprochar a los nacionalistas una conducta oportunista y desleal (por definición, lo son), cuando se limitan a aprovecharse de lo que otros le sirven en bandeja. 

Lo cierto es que Rajoy tiene la legislatura en el aire cuando ya parecía tener los Presupuestos rumbo al BOE con el apoyo de PNV y Ciudadanos. Pero ambos avales se han devaluado por mor de la crisis catalana: los primeros se reservan su voto -eso arguyen- hasta que se levante el artículo 155, y los segundos, impulsados por su éxito en los comicios catalanes, afrontan una guerra sin cuartel con el PP que puede que no ceje hasta la múltiple cita del 2019. 

En esas vicisitudes, un presidente que vive al día, lo que le ha hecho el gobernante más perdurable desde el restablecimiento de la democracia, siente el desasosiego del ganado atosigado por los tábanos. Diríase que Rajoy ve cómo sus adversarios le achican los espacios y reducen su maniobrabilidad, atendiendo al sistema que popularizó Menotti cuando llegó a entrenar al Barcelona de Maradona y Schuster, a base de presionar al rival adelantando la defensa. Ante ello, Rajoy busca no achicarse con la ofensiva lanzada hace semanas con una batería de leyes para cuya aprobación no cuenta con los votos imprescindibles. 

Junto a ello, busca consuelo cavilando -de ahí que no diga esta boca mía cuando se le inquiere sobre el destape peneuvista- que, en el conflicto entre las dos almas del PNV, se impondrá el pragmatismo para no correr la suerte de la extinta Convergencia, si bien entiende que haga alardes para no dejarse desbordar por el separatismo abertzale. Pero la contienda catalana lo que columbra es que, cuando se pone en marcha un proceso de esa guisa, su control escapa a sus promotores y termina arrollándolos. Incluso, aunque parezca una piedra cuadrada, termina rodando. 

Al maldito damero catalán y esta complicación añadida en el País Vasco, se suman las divergencias, camino de lo irreconciliable, con Cs. Aun sabiendo lo volubles y tornadizas que son las relaciones entre políticos, donde lo que hoy es no, mañana es sí, y viceversa. No parecen, desde luego, de cura pronta sus encontronazos con Cs. Más que marcar diferencias por adueñarse de un espacio electoral común, cavan trincheras entre sí. 

Esto hace imposible que PP y Cs se pongan de acuerdo ni en la hora. En el PP, dicen estar hartos de poner la mejilla, y se han embarcado en una guerra de mandobles en constante escalada. No entienden cómo a Cs, para aprobar los Presupuestos en Andalucía, no le supone inconveniente que esté imputado un diputado socialista en Cortes, el sevillano Antonio Gutiérrez Limones, mientras hace casus belli con la senadora del PP, Pilar Barreiro, diez años alcaldesa de Cartagena. 

Pero, como bien sabe el PP, pero también Pedro Sánchez, la relación de Susana Díaz con Cs va más allá de la lógica partidista y lleva al punto estrambótico de que su opinión valga más para decidir quién será el candidato de Cs a las próximas elecciones autonómicas que la de conspicuos dirigentes de esta agrupación. A ello contribuye que Díaz amigue más con Albert Rivera que con su secretario general, al reinar entre ellos una frialdad rayana a de la época de la Guerra Fría. 

En el PP confían en que los raptos de ansiedad que suelen jugarle malas pasadas a Rivera, junto a los fracasos que acumula en el terreno de los padrinazgos algún facedor de entuertos que presume de ser su Pigmalión, devolverán a Cs a la casilla que ocupaba en el parchís antes de que, en el tablero catalán, Inés Arrimadas saltara de oca en oca y tiro porque me toca. 

De momento, Rivera contiene el aliento y la euforia etílica de las encuestas en alza mayúscula, al tiempo que evita ser recogedor de cargos del PP que llaman a su puerta para acceder por la entrada vip. Éstos chocan, por lo demás, con los derechos de primogenitura que esgrimen sus militantes de primera hora. Súmese a ello los recelos lógicos derivados de no aparecer como un grupo de mercenarios. Ello envejecería prematuramente a una formación que pretende preservar su virginidad y arribar inmaculada a las elecciones del año venidero. 

En esas circunstancias tan adversas, Rajoy puede caer en esa honda enfermedad que nuestros mayores llamaban pasión de ánimo. Acaecerá si no reacciona y no conduce a su Gobierno y a su partido por derroteros más ciertos de los que los hunden en los sondeos. Por eso, en vez de cruzarse de brazos, consumiéndose en la impotencia, debe tomar la iniciativa y dotarse de un plan que le permita cambiar las tornas, si no quiere quedar encajonado en el callejón sin salida donde ahora se encuentra. 

Le urge despabilar cavando con pico y pala en la dirección adecuada, en vez de hundirse retirando tierra bajo sus pies. Además de responder a los principios a los que un partido se debe, el PP tiene que desgastar suela del zapato y sacudir moqueta, en lugar de deslizarse por ella para bailar valses a deshora, si es que los problemas del PP no se han hecho insolubles, en la línea de lo conceptuado por el maestro Linz.


 (*) Periodista y director de El Mundo


Historia de una enemistad / Pedro J. Ramírez *

Si fuera cierto que, como decía Oscar Wilde, "se elige a los enemigos por su inteligencia", yo debería sentirme doblemente halagado, tras leer que Felipe González ha declarado a El Mundo que me considera uno de sus "cuatro o cinco enemigos" y que ha llevado esa enemistad al extremo de no conceder entrevistas al diario que yo fundé hace 29 años, hasta que ha quedado descontaminado de mi influencia: "Ahora el periódico es otra cosa".

A muchos lectores jóvenes les habrá sorprendido que un elder statesman como González, al cabo de tantas peripecias nacionales e internacionales, otorgue a un periodista uno de esos exclusivos "cuatro o cinco" asientos en el proscenio de su odio. Y debo reconocer que, al coincidir este dicterio con mi comparecencia ante la comisión Bárcenas, en la que el portavoz del PP me reprochó haber escrito "973 artículos" llamando a Rajoy desde "hombre sin cualidades", hasta, por supuesto, "estafermo", pasando por "papamoscas" y "títere de cachiporra", puede que algunos de esos lectores jóvenes piensen que he dedicado mi vida a ofender gratuitamente a nuestros más excelsos próceres.

Pero ha querido el destino que esta misma semana haya visto la luz un libro editado por Fragua, dentro de su Biblioteca de Ciencias de la Comunicación, que, desde su misma portada, ayuda a entender el porqué de esa fobia con la que me distingue González. Tanto su título -"El controvertido Diario 16 de Pedro J. Ramírez"-, como su subtítulo -"De la transición al felipismo 1980-1989"-, nos sitúan en un tiempo a la vez remoto y decisivo para la forja de nuestra cultura democrática.

Los autores, Raquel Ramos y Carlos Barrera, cuentan mi aprendizaje como director de periódico, desde mi nombramiento con 28 años, y mi decepción con el "gobierno del cambio", encarnado por Felipe González. Y, como compendio de todo ello, aparece en la cubierta una brillante ilustración, inspirada, con gran fidelidad, en la foto que el ya veterano José Pastor tomó el 7 de diciembre de 1987, mientras el entonces presidente me abroncaba en los pasillos del Congreso, blandiendo amenazadoramente su mano derecha con el dedo índice extendido.

Ese día quedé atragantado para siempre en su garganta política, al cabo de más de diez años -quien lo diría hoy- de relación no buena, sino excelente. Desde que en aquel terrible enero de 1977 le entrevisté para ABC y, con la intermediación de mi antiguo amigo Enrique Múgica, se creó entre el joven líder del PSOE y yo la suficiente confianza como para que, tanto en la primaveral campaña de ese año como en la del 79, le acompañara varios días en su avioneta, compartiendo vivencias, como una singular partida de petanca en un olivar de Andújar, o recibiendo confidencias suyas que se convirtieron en impactantes exclusivas: desde una reunión intempestiva de tenientes generales franquistas con Suárez, a la cena clandestina que él mantuvo con Fernández Ordóñez y García Díez, cuando aun eran ministros de UCD.

Esta última revelación -Suárez se enteró por mi segundo libro- puso patas arriba la vida política."Pedro J. nos acompañó a Granada en la campaña... Yo tuve un momento de esos y se lo conté todo", reconoció Felipe en El Periódico.

Era el Felipe González de las chaquetas de pana, que cebaba la adrenalina de su arrollador carisma con estimulantes suministrados por su médico y contaba chistes machistas que hoy nos avergonzarían a todos. Cuando, tras superar con habilidad y audacia el debate sobre el marxismo en el PSOE y sobrevivir incólume a los rumores sobre su inteligencia bajo cuerda con el golpe blando de Armada, llegó al poder a lomos de la mayoría absoluta, yo ya llevaba más de dos años como director de Diario 16.

Como explican los autores de ese libro, era "un periódico progresista, a favor de las libertades individuales". O sea, un medio centrista, como luego lo sería El Mundo y ahora lo es El Español. Por eso, aunque Diario 16 pidió el voto para la UCD, su apuesta por el cambio fue inequívoca y ahí están las imágenes con nuestra portada como emblema de la victoria socialista en la mítica fiesta del Palace.

Pocos días después, entrevistado por Mercedes Milá en TVE, dije que si bien yo no había votado al PSOE, tocaba dar un margen de confianza al nuevo Gobierno: "Este joven presidente merece el apoyo de todos los sectores progresistas de la nación". A la mañana siguiente me llamó Felipe y tomé nota de sus palabras: "El apoyo de quienes no me han votado, es el que más deseo, en estos momentos. Te prometo que no defraudaré tu confianza, que el PSOE no monopolizará el cambio político y que nuestro proyecto estará abierto a cualquier demócrata, aunque no tenga nada que ver con el partido".

Podría decirse que, a partir de entonces, vivimos una corta luna de miel y un largo y progresivo distanciamiento, fruto del desencanto. Lo habitual entre la prensa y el poder, cuando ambos cumplen su función social. Pero, a pesar de que aquel periódico y aquel gobierno eran dos toros bravos en la plaza, y no faltaron los exabruptos del entonces portavoz Eduardo Sotillos, la relación se mantuvo dentro de los límites asumibles durante todo un lustro. Prueba de ello es la entrevista de cuatro horas -cualquiera diría que esta es la unidad de tiempo de mis exclusivas- que me concedió en la Moncloa, a mediados de octubre del 86.

Ya era un González con traje a medida, gemelos de oro y corbata de seda que, ante mi estupefacción, proclamó –y ese fue el principal titular- que "la dosis de cambio es suficiente". Pero, al margen de las referentes a esa rápida metamorfosis de la revolución al conformismo, todas mis preguntas incómodas giraron sobre su creciente tendencia al caudillismo. Nada menos, pero nada más porque la bomba de relojería aun no hacía tic-tac entre nosotros.

Todo cambió cuando pocos meses después Melchor Miralles descubrió el zulo de los GAL en el sur de Francia, con pruebas que ligaban de forma indubitable a los autores de dos docenas de asesinatos con el Ministerio del Interior. Ya no estábamos ante errores políticos y abusos de poder, como los de tantos otros gobiernos, sino ante gravísimos delitos. Diario 16 fue reconstruyendo pacientemente el rompecabezas de la trama y todo empezó a ser evidente para quien no se obstinara en cerrar los ojos. En ese contexto, es en el que González perdió los nervios durante la recepción de aquel Día de la Constitución de 1987.

Me abordó, empleando de entrada la ironía –"¡Qué buen artículo has escrito!"- para contestar, con el mismo lenguaje, al doble sentido del título de mi última Carta del domingo: "Un presidente que no nos merecemos". Pero enseguida rompió los diques de su impostada contención y me acusó de estar haciendo el juego a ETA, con las revelaciones sobre los GAL: "Lo que estáis publicando es terrible, lo que está publicando Miralles es horrible…".

Yo me rebelé y él endureció el ademán. Su rostro comenzó a congestionarse, entre rojo y amarillo, como el estroncio que se usa en pirotecnia, en el momento en que está a punto de entrar en ignición. Fue entonces, cuando Pastor captó su serie de imágenes entre crispadas y amenazantes y cuando varias colegas se acercaron alarmadas. También, cuando él pronunció las palabras que marcaron mi juicio moral para siempre: "Lo único que tenemos que negociar con ETA es que si ellos dejan de matarnos a nosotros, nosotros dejaremos de matarles a ellos".

Desde entonces, ya no hubo tregua ni cuartel contra nuestra barquichuela: el Gobierno, sobre todo a través de la llamada beautiful people, presionó al editor de Diario 16, Juan Tomás de Salas; él me presionó a mí para que apartara a Miralles de la investigación de los GAL; yo me negué y, tal y como pronosticó el ministro Corcuera al final de una sonada discusión televisiva –"puedes dejar de ser director muy pronto"- fui destituido, en medio de un gran escándalo político y social.

El Mundo nació, así, como fruto de la obstinación del grupo de periodistas que yo lideraba en seguir publicando lo que el presidente del Gobierno trataba de impedir que se divulgara. Y lo extraordinario es que, en contra de lo que sucede casi siempre, tras años y años de titánico esfuerzo e implacable confrontación, esta vez se produjo el triunfo de la información sobre el encubrimiento. No pudieron taparnos la boca, ni con las querellas del fiscal general del Estado, ni con el boicot informativo, ni con el cerco publicitario, ni siquiera con un montaje tan infame como el que hace veinte años llevó a prisión a un asistente personal de Felipe González y un exgobernador civil de Guipuzcoa.

Decidimos publicar, aun a riesgo de perecer, y prevalecimos. Una y otra vez probamos nuestras terribles denuncias, una y otra vez los tribunales nos dieron la razón. Sin el trabajo de El Mundo, es decir sin el trabajo de periodistas, intelectuales y escritores como Miralles, Fernando Lázaro, Manuel Cerdán, Antonio Rubio, Javier Ortiz, García-Abadillo, Umbral, Raul del Pozo, Jiménez Losantos, Albiac, Gimbernat o Cuartango, ni Barrionuevo, ni Vera, ni Sancristóbal, ni Alvárez, ni Amedo, ni Domínguez, ni Galindo, ni Elorriaga, ni Alonso Manglano habrían sido condenados. Sin el trabajo de El Mundo, nadie identificaría a Felipe González con la X de los GAL.

Las consecuencias políticas de nuestras revelaciones, a través de la "amarga victoria" de Aznar en el 96, son de todos conocidas. Si el Tribunal Supremo tuvo que apelar a la "doctrina de los estigmas" para no perseguir penalmente a González, es precisamente porque salió del poder marcado por el crimen de Estado. Eso es lo que él no me perdonará nunca: haber sido el espejo que desearía romper.

El reconocimiento internacional a nuestro empeño fue enorme. Sirva para botón de muestra lo que Ben Bradlee me dijo desayunando en Washington: "Cuando veo lo que habéis descubierto vosotros, es cuando me doy cuenta de que, en términos comparativos, Nixon tenía razón cuando decía que Watergate había sido una ratería de tercera".

Eso es lo que hace tan incómoda, exasperante incluso, para buena parte de la redacción del periódico y sus lectores más fieles, no la entrevista a González -personajes de mucha peor catadura han pasado por sus páginas- sino la omisión de todas las preguntas que él tiene pendientes de contestar sobre la guerra sucia. ¿Se imaginan, los que acaban de ver la última película de Spielberg, que The New York Times hubiera entrevistado alguna vez a Nixon, sin preguntarle por los 'Papeles del Pentágono'? ¿O que lo hubiera hecho The Washington Post, dedicándole cuatro páginas, sin incluir la palabra 'Watergate'?

Aunque sus propios firmantes no sean conscientes, la publicación de esa entrevista en sus términos es, no tanto un parricidio, que yo ya fui asesinado cuatro años ha, camino del Foro, y disfruto de un par de saludables vidas posteriores, como a la vista está, sino una especie de infanticidio retrospectivo. Supone renegar atolondradamente de la fe bautismal que hizo que, de todos los periódicos que nacieron entonces, sólo uno sobreviviera, sólo uno se ganara la confianza de los lectores, sólo uno llegara a ser lo que fue durante un cuarto de siglo y sólo uno mantenga la suficiente inercia para continuar en pie.

Este acto de apostasía, a mitad de camino entre lo frívolo y lo torpe, entre la inanidad y el colegueo –hubiera bastado un par de pares de preguntas, con sus largas cambiadas de respuesta, para enmascarar el vasallaje- no es sino la culminación de una deriva, compartida por otros medios tradicionales, desde que la rentable actividad de entregar poder, o sea información, a los lectores ha sido sustituida por la, a la larga ruinosa, de entregar lectores al poder. Desde que el control de los contenidos ha pasado de depender de los directores, a depender de los comisarios políticos en los que, por su docilidad en la interlocución,viene delegando la propiedad sus responsabilidades.

En el caso de El Mundo, este renegar de sus orígenes resulta doblemente chocante, en la medida en que fue la empresa editora la que nació al servicio del proyecto periodístico -o, si se quiere, intelectual- y no al revés, como suele ser costumbre. En la persona de Alfonso de Salas encontramos al presidente ejecutivo comprometido con unos valores fundacionales, capaz de poner a su servicio los medios materiales y de gestión que iban siendo necesarios.

El problema es que allí donde se precisa gestión, siempre que pintan bastos y toca camuflar fracasos, termina engallándose el gerente. A veces hasta alcanzar y perpetuar la apoteosis del principio de Peter. Y se me viene a la memoria el caso del auxiliar administrativo, contratado como contable por un partido político que, a base de encender y apagar la luz, tejer sus conexiones con las alturas y apuñalar a unos y otros, se encaramó a la Presidencia de la Comunidad Autónoma correspondiente y no había quien le bajara del machito.

Pero no nos desviemos de la reconstrucción de los acontecimientos. Aunque ningún joven tribulete lo recuerde, además de los GAL, existieron Juan Guerra y los fondos reservados, Filesa y el caso Ferraz, las escuchas ilegales del Cesid y la huida de Roldán, Ibercorp y el búnquer de Palomino... Habría bastado repasar la colección del periódico, para que esa entrevista hubiera sido un festival.

González replicó a cada uno de esos envites como si sus problemas fueran culpa mía y no suya. Unas veces me llamaba "amoral", otras decía que yo era "la misma mierda" que Aznar y Anguita -nunca soportó la buena sintonía entre dos hombres honrados tan distantes-y llegó a jalear el "¡Muera Ramírez!", difundido por uno de sus sicarios como prolegómeno al intento de asesinato civil ya aludido. Incluso le reprochó a Adolfo Suárez que asistiera a la presentación de uno de mis libros. Tales llegaron a ser su obsesión y su neurosis que, cuando Zapatero fue elegido secretario general del PSOE, comenzó a reunirse clandestinamente conmigo, en casa de su secretaria, para que él no se enterara.

En realidad, haciendo balance de más de cuarenta años de periodismo en primera línea, puedo decir que he conocido a fondo a los seis presidentes de la democracia. Que he tenido buenas relaciones personales con todos ellos, gratamente perpetuadas en cuatro de los casos tras su salida del poder. Y que, habiendo criticado con brío a los seis, sólo los otros dos han utilizado los resortes de su poder para intentar taparme la boca y se han jactado de su animadversión hacia mí. ¿Será casualidad que se trate de los únicos dos que, al margen de aciertos y errores, se han visto implicados durante sus mandatos en graves tramas delictivas, imposibles de entender sin su consentimiento y supervisión, imposibles de aceptar sin unas tragaderas de las que carezco?

Pese a ello, siempre he tratado de seguir, con mayor o menor éxito, el ejemplo de Montaigne cuando proclamaba su ansia de ecuanimidad: "No me domina pasión alguna ni de odio ni de amor hacia los grandes, ni tengo mi voluntad comprometida por ofensa o agravio particular". Cuando Rajoy ha plantado cara a los separatistas, ha tenido el apoyo de El Español y no me duelen prendas -todo lo contrario- en dar la razón a González siempre que acierta, sea sobre Cataluña o sobre Venezuela.

Claro, que una cosa es acariciar la superioridad moral que tendrá en la memoria colectiva quien sea capaz de reconocer la parte de verdad que atesora su adversario; y otra que, como ser humano, no musite, de vez en cuando, esa "única oración" que solía pronunciar Voltaire: "Oh Dios, que (quienes se consideran) mis enemigos, hagan el ridículo". Y que, como él, me sienta escuchado con cierta frecuencia.


 (*) Periodista y editor de El Español