¿El plan económico del Gobierno es proporcionado para la
gravedad de la crisis? Veamos algunos números. Si la parálisis,
creciente y que acabará siendo prácticamente total, de la actividad
económica en España se prolongara dos meses, la caída anual del Producto
Interior Bruto (PIB) en el conjunto del año superaría ampliamente el
10% y podría acabar acercándose al 15%, un desplome difícil de imaginar.
Una pérdida de unos 160 millones de euros si se presupone un parón del
75% de la economía en esos dos meses, hasta 160.000 millones de euros
dejados de producir. Cada mes parados, 80.000 millones más.
Frente a ese drama, Sánchez habló ayer de movilizar
créditos de 200.000 millones. Este es el núcleo central de su plan, en
línea con lo reclamado por bancos, empresas y sindicatos. Aunque en
realidad, el Gobierno concederá aval público hasta la mitad, 100.000
millones, el resto hasta la primera cifra debería ponerlo la banca.
Habrá que ver cómo funciona.
Esa financiación es liquidez para apuntalar la
supervivencia de las empresas, que sin ingresos deben seguir atendiendo
pagos a proveedores, fijos y trabajadores. El Estado asegura ingresos
para asegurar salarios e ingresos a los trabajadores. También la
solvencia de la propia banca, a fin de que no empiece a ahogarse entre
mares de impagados y morosos.
No es en absoluto despreciable esta aportación del
Gobierno, ni mucho menos. Es extraordinariamente relevante y está en la
línea de lo reclamado por el Banco Central Europeo (BCE) y el Banco de
España.
El Gobierno está atrapado entre la lógica de evitar un dominó
gigantesco de impagados que se lleve por delante la vida de decenas de
miles de empresas, de ahí la garantía pública, y velar por evitar la
peligrosa socialización de pérdidas para las arcas que se producirá si,
al final, no se logra evitar lo peor y los avales se ejecutan. Ha
vencido la urgencia del salvamento ante una pérdida segura frente a la
cautela ante un posible impago en el futuro.
Su eficacia final dependerá del estado de las empresas –lo presentables que sean sus balances– y, también en buena medida, del tour de force entre
la banca y el Gobierno en torno al porcentaje de aval del Estado sobre
la deuda. Los bancos esperan alcanzar un 75% de seguro público. Los
números de Sánchez ayer indicaban que pensaba en un 50%.
Quede constancia, sin embargo, de que estas líneas de
crédito probablemente quedan muy lejos de muchas pymes y autónomos,
especialmente débiles en el contexto de la realidad de la coronomía de estos próximos meses. Y este es el aspecto más indefinido del plan anunciado ayer por el presidente del Gobierno.
Pero, volviendo al efecto compensatorio del plan
gubernamental ante el desplome de la economía, su efecto es
contradictorio. La pérdida de riqueza económica por la parálisis es
evidente cada mañana cuando se observa la caída de la actividad en las
ciudades del país. Y en algún momento deberá registrarse.
Cuanto mayor
sea el volumen de créditos, menos inmediato y masivo será el
reconocimiento de esa pérdida. Pero, seguro que aflorará, probablemente
con futuros impagados que irán a cargo del aval público y engrosarán el
déficit del Estado y se convertirán en nueva deuda pública. Pero, en la
actual situación, esa ralentización, que evita la convulsión social
masiva, ya es en sí misma positiva.
Sánchez insistió ayer en que esta crisis económica
es “temporal”. Pero todas las crisis son temporales; sin excepción
tienen principio y final. Tal vez quería decir corta, excepcionalmente
profunda y grave, pero breve. Se diferencia de las demás en que no es
consecuencia directa de un hecho económico, sino de un shock exógeno.
Pero la conclusión es similar a otras anteriores.
De nuevo, el Estado
debe asumir el papel de compensador de los efectos negativos de la
globalización. En este caso a través de un virus que ha viajado
libremente por el mundo. Ese origen y su amenaza para la salud es lo que
explica que no haya ahora debates doctrinarios acerca de si el Estado
debe o no intervenir o sobre si se pueden poner o no límites al gasto
público. Pero todo llegará. La factura será también política.
(*) Periodista y subdirector de La Vanguardia
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