domingo, 12 de mayo de 2019

Rubalcaba, así en la Tierra como en el Cielo / José Oneto *

Fue el último acto antes del entierro de Alfredo Pérez Rubalcaba, fallecido el jueves de un íctus (infarto cerebral). Se había anunciado que se celebraría en la intimidad, pero, desde una hora antes de lo que iba a ser la incineración del cadáver, la pequeña iglesia del tanatorio de Tres Cantos, a 35 kilómetros de Madrid, estaba llena de familiares, amigos, y colaboradores de quien fue todo en política y que renunció a todo para dar clases de Química Orgánica en la Universidad Complutense de Madrid, rechazando honores y puestos relevantes en Consejos de Administración e incluso la candidatura a la Alcaldía de Madrid, la ultima propuesta política que no quiso ni siquiera pensar y no, precisamente por la posibilidad de perder.

En los alrededores del Congreso de los Diputados, todavía había grupos de ciudadanos que no habían podido entrar para darle al último adiós, la última despedida igual que lo habían hecho más de ocho mil personas a lo largo de la tarde noche del viernes y la mañana del sábado, en uno de los actos fúnebres más impresionantes que ha visto Madrid en los últimos años. Sólo comparable a lo que fue el entierro del alcalde Enrique Tierno Galván y el del expresidente del Gobierno Adolfo Suarez. Y es que, como decía él con esa ironía y acerado sentido del humor que le caracterizaba y que usaba en los momentos más inesperados: “Aquí enterramos muy bien a nuestros muertos”.

Habría que añadir a los muertos que queremos, a los que reconocemos sus méritos y sus sacrificios. Y Alfredo, se hubiera sentido orgulloso, a pesar de su timidez, de cómo todo un país, conmovido, le despedía. Porque, como todos, a veces lo único que quería era cariño, sentirse querido en una actividad que era dura y en ocasiones no reconocida. El cariño, por ejemplo, de un Mariano Rajoy que ha conmovido a todos los socialistas y personas de bien.

Allí, en el triste acto final de la incineración, estaban gran parte de sus amigos; de quienes trabajaron con él en todos los Ministerios por los que pasó; de quienes compartieron vivencias en la Universidad, en la Facultad de Químicas; de quienes recibían clases en la Complutense y que estaban legítimamente orgulloso de él y de su empatía con ellos; de quienes sintieron siempre su ayuda y su apoyo, esos  sobrinos que encontraron en él al padre que perdieron muy jóvenes; de quienes se vieron desplazados del poder tras la cruel y despiadada batalla en el partido que terminó con la dimisión de Pedro Sánchez y,  continuó, luego, con la revancha; de los dos  expresidentes del Gobierno, Felipe González y José Luis Rodríguez Zapatero, todavía afectados por una muerte que no esperaban; de Pedro Sánchez, el presidente del Gobierno que ha vivido, probablemente, sus horas más amargas y que ha visto quien era realmente Rubalcaba y como el PSOE pierde a uno de sus principales puntos de referencia.

El silencio en la pequeña iglesia del tanatorio de Tres Cantos, era sobrecogedor y ese silencio seguido de emocionados aplausos, acogió las intervenciones de quienes tomaron la palabra en un acto sencillo e intimo. La palabra de uno de sus hermanos, la palabra de un compañero de Universidad, la palabra de uno de sus sobrinos, que volvían a quedarse sin padre. Un padre que siempre se preocupó de ellos, de sus estudios, de sus proyectos.

El silencio sólo lo rompían un violonchelo y un violín, que proporcionaban esa sensación de paz y también de última despedida, de final. La despedida conmovedora que impregna ese fragmento de la música de Ennio Morricone de la película “La Misión”, en la que se recuerda, de forma estremecedora, la vida “Así en la tierra como en el cielo”:

Nuestra tierra es nuestra vida,
Nuestra vida es tan gritar.
Nuestra tierra es nuestra vida, por lo que gritar
Nuestra fuerza es nuestra pena por lo que se grite.
Nuestra tierra es nuestra vida.


(*) Periodista y economista


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