Su líder no estuvo en los
debates. Y eso seguramente le favoreció. Porque no se quemó y porque su
ausencia agrandó su aureola de alternativo. La gente de Vox sale poco
en los grandes medios pero manda en las redes sociales, que maneja muy
bien, hábilmente instruida. Llena sus mítines con miles y miles de
seguidores enfervorizados. Pero sobre todo va bien en las encuestas y no
pocos temen que vaya muy bien. Vox puede dar la campanada este domingo.
Y eso da miedo. Porque si tiene la oportunidad de hacerlo, está
dispuesta a destruir sin miramientos las bases y los principios sobre
los que se asienta nuestra democracia.
Hace un año
nadie habría dicho que un partido de ultraderecha pura y dura iba a ser
la referencia central de unas elecciones generales en España. Pero hoy
lo es. Porque si obtiene los resultados que algunos le vaticinan en las
últimas horas, hasta 50 o más diputados, hay quien dice que hasta 70, no
sólo haría que la derecha ganara las elecciones, con Vox como
frontispicio de cualquier futura coalición conservadora, sino que
también propiciarían crisis en sus socios, empezando por el PP, que le
reforzarían aún más de cara al futuro.
Pronósticos como los citados no tienen bases demoscópicas
muy serias. Algunos pueden hasta ser interesados, pues deberían servir
para animar a alguna gente a votar contra Vox. Pero ese run-run, a veces
rayano en la histeria, es una sensación que manda ahora en bastantes
círculos políticos y que más de un experto en encuestas alienta
aduciendo que buena parte del voto indeciso puede ser un voto oculto a
Vox.
De otro lado, son muchas las personas que
proclaman a viento y marea que ellas van a votar al partido de Abascal.
Porque hay que meter en vereda a los catalanes, porque ya está bien de
Estado de las Autonomías, porque los emigrantes se están haciendo con
España, porque hay que sacar del Estado a tanto enchufado que no hace
nada, porque el feminismo se ha pasado y porque la derecha que tenemos
no vale para hacer nada de eso. Lo de las armas ya no genera tanto
entusiasmo, pero no pocos lo ven bien.
Esa
proclamación de una militancia, que hasta hace poco era casi
clandestina, es inquietante. Se puede detectar en muchos ambientes, de
mayores y de jóvenes, sobre todo hombres. Y no solo sugiere que la gente
de Vox está segura de que van a tener un gran resultado, sino que creen
a pies juntillas que ha llegado el momento de su causa. Hay demasiados
precedentes históricos y más recientes en buena parte de Europa, como
para despreciar las consecuencias que puede tener ese entusiasmo.
Un
fenómeno tan notable como el Vox de nuestros días no ha podido nacer de
la noche a la mañana. La ultraderecha estaba ahí desde hacía tiempo,
buena parte de ella venía directamente del franquismo y nunca tragó con
la democracia. Más o menos oculta en el interior del PP que supo
pastorearla, pues no pocos de sus dirigentes conectaban perfectamente
con sus planteamientos. Sacaba de vez en cuando la cabeza, como en los
años más duros de ETA, pero luego volvía al silencio aparente. Eso sí,
condicionando siempre la política del PP, que por su existencia y peso
interno nunca pudo ser un partido de centro-derecha.
La
corrupción y la crisis catalana han sido sus ocasiones para dar el gran
salto adelante. La primera, en un proceso de años en los que una y otra
vez se vio claro que la dirección del PP ni quería ni podía hacerle
frente, porque también indignó a no pocos de sus militantes y
simpatizantes, que se quedaron sin argumentos para defender a su
partido. Y que les llevó a concluir que dentro del mismo no tenían nada
que hacer. Que había que inventar otra cosa.
Y la
segunda porque el proceso independentista tocó el punto más sensible de
esa España centralista de derechas que nunca había aceptado ni el estado
de las autonomías ni las concesiones al nacionalismo vasco y catalán. Y
que tragaba porque se la trataba bien y porque nada podía hacer cuando
los dirigentes del PP aceptaban sustancialmente los acuerdos de la
Transición en esas materias. Y todos los demás, salvo el sector
centralista del PSOE, miraban para otro lado cuando se les decía que en
España había mucha gente, alguna muy influyente, que rechazaba lo que se
estaba haciendo en el terreno autonómico.
Hasta que
llegó el 1 de octubre catalán y a los ojos de la gente que ahora está
con Vox, y de unos cuantos más, Rajoy apareció como un timorato inútil
que no sabía qué hacer. Y que encima estaba implicado en las tramas de
corrupción. Abascal y los suyos, gentes sin pedigrí político
significativo, como siempre ocurre en situaciones similares, supieron
ocupar el vacío que todo lo anterior había generado. Sobre todo con
mucha decisión de tirar para adelante. Que ideas nuevas no tenían ni una
y que buena parte de las que proclamaban y proclaman procedían del
ideario del franquismo. Que está claro que no ha muerto para nada.
Aunque parezca mentira. O de los planteamientos morales de los sectores
más ultramontanos de la Iglesia Católica.
Todo ese
conglomerado amenaza ahora con entrar en el Gobierno. Pablo Casado acaba
de abrirles la puerta del mismo si gana la derecha. Albert Rivera
balbucea al respecto. Pero si los augurios demoscópicos más pesimistas
se cumplen, eso ocurrirá. Aunque un hipotético ascenso de Vox se
produzca a costa de una pérdida de votos de sus socios conservadores.
La
única manera de evitarlo es que los demás partidos, y particularmente
el PSOE y Unidas Podemos, alcancen las cotas más altas de escaños que le
pronostican los sondeos. Es decir, que la izquierda gane este domingo.
Es posible. Si la gente que no está con Vox ni con la derecha opta por
votar y no por quedarse en casa. Ojalá lo haga, aunque muchos tienen
motivos de sobra para pasar de todo. Porque de lo contrario, lo que
vendría sería espantoso. Desde ya mismo. Pero sobre todo más adelante.
(*) Periodista
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