La gran farsa jurídica y política montada por el Estado español
consistente en que en Catalunya se había producido un golpe de Estado
como el protagonizado por los militares el 23 de febrero de 1981 y,
en consecuencia, sus máximos dirigentes políticos y sociales tenían que
ser juzgados y condenados por un delito de rebelión ha
sufrido este jueves una estocada definitiva de la justicia alemana
vía la Audiencia territorial de Schleswig-Holstein.
El president Carles Puigdemont no será extraditado por las autoridades alemanas por rebelión
en ningún supuesto ya que la decisión del tribunal en este aspecto no
es recurrible y se abre ahora un proceso de varios meses en otras
instancias judiciales superiores alemanas, incluido el Constitucional de
la República Federal, en que se escuchará a las partes y se decidirá si
se mantiene o no la extradición por malversación acordada en primera
instancia por los jueces de Schleswig-Holstein.
La victoria de las tesis defendidas por el equipo jurídico de Carles Puigdemont es importante; la derrota del juez Pablo Llarena
también. Toda la arquitectura jurídica pretendidamente armada a
través de autos insostenibles e irreales ha quedado hecha añicos.
Se
podrá decir más alto, se podrá ocultar, se podrán poner paños calientes
pero el revolcón de la justicia alemana a la española, como antes la
justicia belga o la justicia suiza, y, previsiblemente, la del Reino
Unido, debería hacer sonrojar a todos aquellos que desde la judicatura,
la política o los medios de comunicación han propagado un discurso
destinado a generar el odio entre ciudadanos por un puñado de votos o
por una mal entendida defensa de la unidad de España. La estrategia de
la internacionalización judicial del conflicto a través de miembros del Govern cesado por el 155 en el exilio se ha demostrado acertada.
La decisión de la Audiencia territorial de Schleswig-Holstein no puede ser más clarificadora y en la resolución hay dos frases contundentes: "El tribunal declara inadmisible la extradición por el cargo de rebelión.
Las acciones atribuidas al expresident Puigdemont no constituyen ni el
delito alemán de alta traición (artículo 81 del Código Penal) ni el de
alteración de orden público (artículo 125 del Código Penal)".
Y, en
otro momento concluye: "El referéndum del 1 de octubre
en si mismo no provocó este nivel de violencia por la misma razón que no
fue capaz de conducir directamente a la separación de España, y, según
la voluntad del perseguido Puigdemont, solo pretendía ser el preludio de
futuras negociaciones".
Sería de esperar que el juez Pablo Llarena tomara buena nota y la Fiscalía General del Estado
también. ¿Se puede mantener la acusación de rebelión contra viento y
marea solo por razones exclusivamente políticas y sin que ni una sola de
las instancias judiciales de los Estados europeos en que hay presos
políticos haya considerado creíble que este delito existió? En buena
lógica, decaída ya la acusación de rebelión por la que puede ser juzgado
el president Puigdemont en España, tendría que producirse un efecto
dominó sobre los presos políticos en Catalunya.
En primer lugar, sobre los tres dirigentes independentistas que están
en prisión solo por el cargo de rebelión, que es el caso de la
presidenta Carme Forcadell, el expresidente de la ANC y diputado en el Parlament, Jordi Sánchez, y el president de Òmnium, Jordi Cuixart.
Ninguno de los tres está procesado por malversación y, por tanto, no
tiene sentido que continúen en la cárcel. Respecto a los otros seis ―Junqueras, Turull, Rull, Forn, Romeva y Bassa― permanecería el delito de malversación, algo que no justifica en ningún supuesto la prisión preventiva.
Hay que confiar que si Llarena no sigue este camino sea la Fiscalía
General del Estado la que lo inste. Mecanismos tiene de sobra,
argumentos jurídicos y fallos de otras cortes europeas también. Otra
posibilidad no descartable absolutamente es que el juez Llarena retire
la orden de extradición ante la humillación sufrida lo que permitiría a
la justicia española y a la fiscalía seguir manteniendo la cabeza debajo
del ala, sin asumir las consecuencias judiciales de la derrota.
Queda para otro artículo posterior el enorme error que supuso el discurso televisivo de Felipe VI el
pasado 3 de octubre con graves acusaciones al Govern de situarse al
margen del derecho y de la democracia buscando una similitud con la
intervención de su padre en el 23-F.
El Rey se alejó de la sociedad
catalana, quién sabe si irreversiblemente y dio alas a los que hablaban
de un golpismo inexistente. Aquella intervención queda para las
hemerotecas: es la fotografía de cómo el monarca y la Corona como
institución entró en el fragor de la batalla política y se autoinfligió
un grave daño. La monarquía española está más cuestionada que nunca y se reabre el pasado de Juan Carlos I y las denuncias de corrupción. Las grietas en la arquitectura del Estado español empiezan a ser enormes.
(*) Periodista y ex director de La Vanguardia
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