El título de este artículo no es un título. Es un experimento. Y como todos los experimentos (“la buena física se hace a priori”, decía Koyré) parte de una predicción: no pocos lectores habrán sentido un estremecimiento. Incluso, à la Popper,
con hipótesis fuertes, me atrevo a conjeturar que a alguno se le habrá
escapado un pauloviano “fascista”, como a Iglesias en el Congreso al
dirigirse a Rivera, con la autoridad que le concede su condición de
profesor de políticas, su familiaridad con el peronismo y su buena
disposición hacia proyectos políticos de base explícitamente étnica y
práctica totalitaria. “Falangista”, sentencian los menos escrupulosos.
Pero no es solo Iglesias. Han sido muchos, y no todos
charlatanes, quienes reaccionan con aspavientos ante el uso naturalizado
de España. Algunos, la primera vez que se han ocupado del nacionalismo
catalán fue para advertirnos… del peligroso nacionalismo español. Una
sensibilidad, sin duda, exquisita, si se tiene en cuenta que España es
uno de los países con más bajos índices de nacionalismo (J. W. Becker, Opinión pública internacional e identidad nacional,
Unesco, 2000) y que el españolismo identitario es residual: los motivos
de “orgullo nacional”, la Transición, la Constitución, son cualquier
cosa menos identidades esenciales (J. Muñoz, From National-Catholicism to Democratic Patriotism?).
Y tampoco parecen existir mimbres para el supremacismo: hay pocos
países en el mundo en los que los ciudadanos tengan peor opinión —y más
infundada— acerca de ellos mismos. Sí, una sensibilidad exquisita y una
preocupación exagerada. Hasta donde se me alcanza no hay ningún partido
político relevante que proponga lo que es común en “los países de
nuestro entorno”, incluidos los más diversos: la escolarización
exclusiva en la lengua común. En realidad, el mayor tópico identitario
de nuestra política es el de nuestra proverbial pluralidad.
Da lo mismo. Nuestros preocupados nos avisan de una guerra de
nacionalismos. Ellos, dicen, están en contra de todas las banderas. Una
proclama vacua, aunque solo sea porque no todas las banderas son
equiparables. Servidor, sin ir más lejos, no tiene dudas entre la de la
UE y la nazi. En realidad, el postureo huidizo “sin banderas” se instala
al borde mismo de la contradicción: para convocar a sus partidarios,
para identificarse, necesita alguna simbología, alguna bandera. La
bandera hippy también es una bandera. El problema del
separatismo es que impone la elección de identidades, unas contra otras
y, por lo mismo, la incompatibilidad de banderas. Rivera no tiene
problemas con la senyera. Torra ya sabemos lo que piensa de España.
Una variante de la misma estrategia sostiene que, inevitablemente, la
crítica al nacionalismo solo se puede hacer desde otro nacionalismo, el
español. La crítica al nacionalismo, nos dicen, sería tan insensata
como la crítica a la razón: estamos instalados en ella y no podemos
“salir fuera”. No hay manera de argumentar en contra de la razón sin
razonar. Una analogía impertinente que, por volver al clásico, confunde
uso y mención: criticar la guerra no es ser belicista, hablar de cine no
es hacer una película y descalificar el racismo no es ser “racista del
otro lado”.
La versión académica del “todos somos nacionalistas” acude a la
teoría del nacionalismo banal de Billig, según la cual, en tanto que los
Estados precisan de materializaciones simbólicas compartidas (DNI,
matrículas, banderas), los nacionalistas cívicos acabarían también en
identitarios. La teoría es un nido de confusiones, entre ellas la de
equiparar las identidades como proyecto “nacional” (construir identidad)
y las identidades como subproducto, como convergencia en pautas
compartidas, por simple roce.
Con todo, aunque Billig no deslumbra por
su precisión resulta más cauto que sus apologistas y recuerda que
“extender indiscriminadamente el término nacionalismo induciría
a confusión: como es natural, hay diferencia entre la bandera que
enarbolan quienes practican la limpieza étnica en Serbia y la que ondea
discretamente en las puertas de una oficina de correos de Estados
Unidos”. No, no todo es lo mismo. Algo que deberían reconocer nuestros
nacionalistas tout court, por más licencias analíticas
que se concedan (por ejemplo, cuando asumen que “catalán fascista” es
una imposibilidad conceptual, mientras que “español” y “fascista” son
conceptos coextensivos).
En realidad, la desazón de los preocupados no es nueva. Asomó en
octubre pasado, cuando muchos ciudadanos echaron mano de la bandera
constitucional para defender su marco de convivencia. Su marco de
convivencia y, si quieren, su dignidad. Porque el desprecio hacia los
españoles —y no hay otro modo de decirlo, pero es que es así— en tanto
que españoles no es una extravagancia de Torra en tarde de casino. Si ha
podido difundir sus ideas durante años es porque no resaltaban junto a
otras publicaciones, porque nadie veía nada anómalo en la xenofobia o el
supremacismo.
Porque antes de ayer escribía Pujol: “Tenemos que
cuidarnos (del mestizaje), porque hay gente que lo quiere, y ello sería
el final de Cataluña. La cuestión del mestizaje (…) para Cataluña es una
cuestión de ser o no ser. A un vaso se le tira sal y la disuelve; se le
tira un poco más y también la disuelve. Cataluña es como un árbol al
que se le injertan constantemente gentes e ideas desde hace siglos; y
eso sale bien siempre que no sea de una manera absolutamente abusiva y
que el tronco sea sólido”. En 2004. Ni Franco en los cuarenta. La verdad
es que no se me ocurre cómo, frente a esas ideas, que desprecian a los
españoles por españoles, se puede defender un proyecto de convivencia
evitando la palabra España.
No nos engañemos. El discurso de Rivera, oportunista y con un remate
musical chocarrero, porque no hay más, en lo esencial resultaba
indistinguible de los que tramitaba a diario Obama y, ahora, Macron. En
sus trazas ideológicas básicas, era perfectamente encuadrable en el
patriotismo republicano (Viroli) o constitucional (Habermas), si nos
ponemos estupendos. Perfectamente asumible por el Azaña —avalado por
Negrín— del “todos somos hijos del mismo Sol y tributarios del mismo
arroyo”. No era esencialismo español, historicista, Viriato, sino de
proyección, la ley de todos que a todos iguala.
Quienes ven facherío
tienen un problema para gestionar su trato con sus conciudadanos, con la
palabra misma, España. La palabra, como la bandera constitucional, les
suena a facha. Por supuesto, cada uno es libre de decorar sus
prejuicios, pero no de ignorar su procedencia. Es el cuento de Franco
que los nacionalistas han difundido hasta la fatiga: asociar España al
nacionalcatolicismo. Otra de sus muchas coincidencias. Una vez más, la
mercancía del secesionismo en circulación. Y lo que es peor: la
izquierda como traficante de la chatarra.
(*) Profesor titular de Economía, Ética y Ciencias Sociales en la Universidad de Barcelona.
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