domingo, 3 de junio de 2018

La descomposición / Antonio Maestre *

La primera muestra de una descomposición se atisba en el rostro. La tez se torna blanquecina, los sudores fríos comienzan a humedecer las sienes y se empiezan a descolgar las pieles. Una descomposición es imposible de ocultar, la degradación es palpable, concreta, a veces incluso grotesca. 

Las sonrisas de suficiencia con las que todos y cada uno de los miembros del Partido Popular afrontaban las primeras horas de la moción de censura fueron transformándose en muecas de preocupación para acabar convirtiéndose en un intento vano de disimular sus rostros arrasados por una derrota inesperada. 

Desde la tribuna de prensa del Congreso asistíamos a una escenificación encarnada de las máscaras tragicómicas del teatro. Un plano secuencia de 72 horas en el que podíamos contemplar el proceso humano que torna al engreído en asolado. Sus caras eran la representación individual de una putrefacción colectiva que ya no se podía ocultar en un retrato oculto en la buhardilla. Un fractal bizarro que dibujaba la derrota de un partido corrupto. 

La pena
El más descompuesto no parecía Mariano Rajoy. El hombre gris de provincias siempre ha sido impertérrito, parecía hasta crecido ante el posible advenimiento del fracaso. Un espejismo propio del que no es capaz de analizar con frialdad la gravedad del momento por la altivez inherente al síndrome de la Moncloa.   

La situación para el Partido Popular tras la presentación de la moción de censura fue degenerando con un proceder ofuscado. La ceguera de la soberbia les impidió advertir que la derrota era posible y sus decisiones fueron precipitando la caída. Las orejeras de burro llevaron a Ana Pastor a correr para poner las fechas del debate y así impedir que pudieran negociar con el resto de partidos, facilitando así, precisamente, que no pudieran surgir trabas en forma de petición independentista inasumible por la interna del PSOE que hiciera imposible el éxito de Pedro Sánchez. 

Una demanda de indulto de los presos del procés hubiera tirado por la borda la moción, así que dejar sin tiempo para negociar a los partidos potenciales de dar apoyo a la candidatura propició que Pedro Sánchez pudiera plantearla en términos dilemáticos: sí o no a Rajoy. El nicho ya estaba preparado.

Siempre es una satisfacción ver a la soberbia retorcerse de dolor. La intervención de Rafa Hernando el día posterior a que el PNV anunciara que votaría sí y clavara el último clavo del ataúd popular motivó que varias diputadas se echaran a llorar al constatar que perdían el poder. Susana Camarero, Susana López Ares y Ana Madrazo no pudieron aguantarse las lágrimas al sentir la derrota y ver cómo se les escapaba entre los dedos lo que consideran suyo por designio divino. 

Desde la tribuna de prensa la figura de la diputada del PP por Cantabria recordaba a la de otra diputada en un momento pasado de la legislatura. Estaba en la misma posición sobre el escaño, aunque con una actitud menos doliente y más lacerante: “Que se jodan”, gritaba Andrea Fabra a los parados el día que se aprobó la reducción de la prestación por desempleo. Apareció el recuerdo de todos ellos, de todos y cada uno a los que despreciaron, insultaron y jodieron la vida mientras se mostraban altivos y orgullosos. De Esther y de Alejandro. Un momento para resarcir la memoria colectiva de aquellos que han sufrido de forma dramática a esos que ahora lloran por perder el poder. 

Un día antes habíamos presenciado otras lágrimas en el Congreso. Pablo Iglesias no podía sostener el sollozo al hablar de las víctimas del franquismo torturadas por González Pacheco, el policía de la Brigada Político Social apodado como Billy el niño y que disfruta de una medalla al mérito policial por su patriótico proceder. El llanto del líder de Podemos fue utilizado el día siguiente por Albert Rivera para mostrar lo que le importan las víctimas de los azules. Una burla que era síntoma de otra descomposición, la del castillo en el aire que se había construido Ciudadanos. 

Las ínfulas desinfladas
Albert Rivera, que antes de entrar al hemiciclo decía que ese era un “día terrible para España”, era consciente de la catástrofe que para sus aspiraciones suponía que Pedro Sánchez consiguiera sacar adelante su moción de censura. El líder de Ciudadanos se mostraba inquieto con ese tic disparado que posee, un émulo de querer ahuecarse la corbata, como si le ahogara y hubiera que aflojársela. De verdad le apretaba. Porque Ciudadanos ha estado desquiciado y superado con la presentación de la moción de censura. Han golpeado su discurrir plácido hasta Moncloa. El camino de rosas mediático que le permitía comer el terreno electoral al PP saltó por los aires y no supieron reaccionar. 

Su cúmulo de ocurrencias ilegales y propuestas anticonstitucionales dieron la verdadera medida del nivel político que tiene la formación naranja cuando se ha tenido que enfrentar a una situación difícil sin tiempo para poder hacer encuestas que le marquen el camino a seguir. Vivir en una burbuja demoscópica mirando las encuestas les ha impedido calibrar el verdadero poder actual que tienen en el Congreso, actuaron como si fueran imprescindibles, no ya necesarios, y resultó que no importaban. Subieron al estrado a pronunciar su discurso siendo completamente irrelevantes. Y eso, para el ego de un hombre como Rivera, que siente la masculinidad completamente caracterizada, no permitió a la esperanza blanca de las élites esperar en un rincón. Le salió el falangista involuntario. 

El aspirante a imitador de José María Aznar produce el mismo rechazo en todos y cada uno los miembros de la cámara. Solo hay un consenso generalizado, y es el odio a Albert Rivera. Hasta los miembros del Partido Popular aplaudían a Pedro Sánchez cuando atizaba al nacionalista acomplejado. La derecha ha comenzado a despedazarse entre sí, algo que no es patrimonio de la izquierda, sino de la derrota, y no va a ser un espectáculo bonito. Ciudadanos no parece haber comprendido aún la dimensión de la catástrofe a la que se enfrenta. Una tormenta perfecta que solo nuevos acontecimientos en los juzgados pueden paliar. 

Una posición de oposición minoritaria con poco espacio para crearse un relato nuevo, porque el de la regeneración lo ha sepultado votando al lado de Rajoy. Un PP herido y despojado abruptamente del poder que augura una virulencia descarnada, con una previsible pérdida de preeminencia naranja en la brunete mediática. Ahora la llave de la publicidad institucional la tiene Pedro Sánchez y los movimientos en la cúpula de Prisa pueden facilitar el acercamiento al líder del PSOE. Nueva etapa, titulaba el editorial del periódico de Manuel Mirat tras la victoria de Sánchez. Átate los machos, Albert. 

Hundimiento y funeral
En todo hundimiento hay un lugar en el que se suceden los hechos. Un espacio en el que se refugian los actores protagonistas con su círculo más cercano para vivir sus últimos momentos. Los más próximos, que suelen ser los mismos que no han sido capaces jamás de recordarte al oído que no eres un dios y solo un hombre, comparten los minutos finales con su líder y proveedor de dichas y beneficios. El búnker de Rajoy fue el reservado de un restaurante en el que servían ternera rubia gallega. Un bolso ocupaba su escaño mientras disfrutaba de una sobremesa de ocho horas que a su salida reflejaba toda la humanidad, porque la debilidad es una muestra más de ella, que a veces faltó a este ejecutivo. 

En la salida de María Dolores de Cospedal del restaurante se dio otra muestra de lo que sucede cuando la putrefacción avanza y la gangrena no ha dejado más salida que cercenar. Los escoltas zarandearon, agarraron y maltrataron a José Yélamo, periodista de La Sexta, al intentar preguntar a la que era todavía ministra de Defensa. Cuando el fin está cerca y ya no hay que disimular el desprecio que sientes por la prensa afloran los sentimientos larvados que ya no es preciso esconder, no hay nada que preservar y ya puedes mostrar cuál es tu verdadero ser. 

“Es un desastre, un desastre”. Balbuceaba José María Margallo en el patio del Congreso tras la finalización del pleno antes de que las hordas populares tuvieran que dejarse ver dando el último adiós al féretro del presidente transformado en coche oficial. Ahora, como decía Chirbes: “Hay que aguzar la vista. Se ha acabado el tiempo de disparar con postas, hay que afinar la puntería”, por eso muchos diputados y diputadas, cual plañideras, esperaban en el patio del Congreso para hacer palpable su disgusto y su apoyo. Queda menos para repartir y los mejor posicionados serán los primeros en el racionamiento. 

Los pequeños fuegos
Las personas de clase humilde se conforman con pequeñas victorias. ¿No es eso la felicidad? Pequeños triunfos puntuales que alimentan la esperanza y les hacen sentir poderosos, por un minuto, por un breve instante, hasta que vuelven a sus quehaceres diarios. La alegría dura poco en casa del pobre, por eso se alimenta de ilusión, porque es consciente de que el gran incendio necesario para arrasar con los cimientos de aquello que les hace la vida imposible no va a ocurrir. Por eso se afana en prender pequeños fuegos por todas partes con la vana esperanza de que se junten para cambiar de forma concreta su existencia y empezar a construir desde las cenizas una nueva realidad. 

No hay clase más realista que la trabajadora, sabe cuáles son sus dificultades y no se deja engañar por vanas promesas de cambio. Lo intenta, se ilusiona e incluso se alegra, pero con la desconfianza propia del que está acostumbrado a entrar en una sucursal bancaria a pedir un préstamo que le permita seguir adelante y escucha mientras firma las buenas palabras del que no es más que notario de su miseria. No conviene creer que la alegría de la izquierda por despojar al PP del poder y a Ciudadanos de su expectativa es compartida por esas clases populares a las que aspira a representar. 

Hay muchas, posiblemente hay más, de esas personas humildes que ven en la derecha la salida a su situación. La victoria frente a los conservadores solo ha sido un cortafuegos. El nuevo gobierno cometerá un grave error si en este breve lapso en el poder hasta las próximas elecciones se enreda en guerras culturales y medidas cosméticas que solo atraigan a los convencidos. Si no mejora de forma concreta la vida material de la clase trabajadora esos pequeños fuegos pueden prender en dirección equivocada. 

Hoy, la vida para la mayoría de los españoles no ha cambiado. Mañana tampoco lo hará. No lo va a hacer de manera evidente en mucho tiempo. La victoria, votando unidos, de todos los grupos que representan a los insultados, despreciados, reprimidos y humillados por aquellos que han utilizado el poder de forma altiva es solo una pequeña satisfacción. No es suficiente, no es sustancial, pero al menos, de manera temporal, se han terminado los ‘años triunfales’ en los que media España se creía en propiedad de España entera. 




(*) Periodista y Documentalista


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