Ciudadanos va a ganar las próximas elecciones generales y
Albert Rivera Díaz será en breve presidente del Gobierno. La única e
indeseada (para ellos) consecuencia política directa del intento de
golpe de Estado protagonizado por los catalanistas el pasado octubre
terminará siendo esa.
Cualquiera que ya tenga edad suficiente como para
recordar el sentir general de la opinión pública durante las vísperas
del acceso al poder de aquel grupo de jóvenes imbuidos de un común
hálito regeneracionista asentado en la vindicación de lo español, el que
se cobijaba bajo la marca PSOE en 1982, puede identificar los
paralelismos muy evidentes que hoy, ahora mismo, se repiten en el caso
de Ciudadanos.
A imagen y semejanza de aquel PSOE treintañero y
primerizo que aún no olía a ambientador de coche oficial, el de los
trajes de pana y las patillas audaces, Ciudadanos, y al margen de cuáles
sean sus propuestas programáticas expresas, también se ha convertido en
un gran contenedor de fantasías individuales y colectivas.
Como cuando
aquel entonces con Felipe y Guerra, todos ven en Ciudadanos no lo que en
realidad es, sino lo que cada uno quisiera que fuese. De ahí que Rivera
y los suyos reciban en este muy preciso instante procesal apoyos
procedentes de todas partes. De votantes que se creen liberales. De
otros que se dicen socialdemócratas convencidos. De ese tan extendido
conservadurismo sociológico propio de las viejas clases medias de la
España interior y tradicional; las mismas que siempre ven con recelo lo
político, algo que contraponen a la preferible gestión administrativa y
técnica de lo público. De antiguos fieles del PSOE. De otros del PP.
También de Podemos. De todas partes.
Los de Rivera ha conseguido romper el techo de cristal
al que lo abocaba su condición inicial de partido urbano y generacional
fruto exclusivo de la crisis de representación política que trajo
asociada la Gran Recesión en España. Y es que su destino manifiesto era
el de constituirse en mera bisagra, simple apéndice de los dos grandes
partidos turnantes. Un tercero llamado a completar mayorías
parlamentarias a cambio de alguna propina menor.
Algo así como los
liberales en Alemania o los libdem en el Reino Unido. Nada
trascendente. Antes de que los catalanistas cruzasen el Rubicón del
Código Penal en octubre, Ciudadanos no dejaba de ser poco más que el
balón de oxígeno al que se aferraban ciertas élites de la sociedad civil
conscientes de que solo Rivera, con su pasado impoluto y su expediente
sin mácula de corrupción, podía destruir la estrategia transversal de
Podemos.
Una estrategia, la inicial de Iglesias, que se había convertido
en un peligro sistémico muy tangible y real, más allá de las
exageraciones periodísticas de rigor. Ciudadanos obligó con su irrupción
en el plano nacional a que Podemos se tuviera que reposicionar dentro
del eje convencional izquierda-derecha. Una mutación forzada que
acabaría bien pronto con sus posibilidades de alcanzar el poder. Los
obligó a emprender el viaje de vuelta a la disputa de siempre con el
PSOE, la que había sido la seña de identidad estratégica de Izquierda
Unida. Un camino que conduce a cualquier parte menos a la Moncloa.
Podemos quería morar de forma indefinida en el espacio cómodo y sin
barreras de la indignación ecuménica, no en el estrecho y acotado redil
de la izquierda al que los condujo Ciudadanos. Ese fue el gran éxito
táctico de Rivera. Pero ahí habría acabado casi todo de no ser por el
inopinado extravío final de Puigdemont con la proclamación del Estat Català.
Porque
Ciudadanos nunca habría logrado adentrarse con éxito en los feudos
seculares del Partido Popular en la España profunda sin lo que pasó en
octubre en Cataluña. Sus malos resultados en las autonómicas gallegas
(el País Vasco es un caso distinto por la distorsión que introduce la
existencia del concierto económico) fueron un entremés de lo que podían
esperar de esas plazas en el futuro.
Y en esto llegó Puigdemont. En
Soria, en Lugo, en Cáceres o en Oviedo nada tendría que rascar ahora
mismo un partido como Ciudadanos de no ser por Puigdemont. Ciudadanos va
a ganar las próximas elecciones y Rivera va a ser el próximo presidente
del Gobierno no por lo que proponga o deje de proponer su programa
electoral, sino porque ahí, en Soria, en Lugo, en Cáceres y en Oviedo,
en la España profunda, se está gestando el gran castigo histórico al PP y al PSOE.
Un castigo ejemplar, el que compartirán Rajoy y Sánchez, que quiere
sancionar todo lo que han permitido populares y socialistas a lo largo
de los últimos treinta años en Cataluña. La patada la va a recibir en su
culo Rajoy. Pero será una patada destinada también a Zapatero, a Aznar y
al último Felipe. A todos cuantos miraron alegre, insensatamente para
otro lado mientras que los catalanistas iban, poco a poco, implementando
todos los detalles del proyecto de traición a España que se consumó el 1
de octubre. He ahí el único secreto de la irresistible ascensión de
Ciudadanos. La suerte ya está echada.
(*) Periodista
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