La pauta general de nuestro constitucionalismo histórico fue configurar
nuestra plural España como un Estado unitario fuertemente centralizado.
En contraste, la Primera República intentó infructuosamente dar vida a
un proyecto de cuño federal, mientras que la Segunda buscó la
compatibilidad de un llamado “Estado integral” con la autonomía de las
regiones.
En 1978 tampoco se llegó a un modelo de organización
territorial definido en la Constitución, sino que se dispusieron en su
título VIII elementos básicos para un Estado “descentralizable”. Se hizo
abriendo un “proceso autonómico” a partir del reconocimiento del
derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones en su artículo
segundo, más la tácita delegación en el legislador orgánico para el
cierre de sus enunciados de apertura.
Si bien en 1931 y 1978 hubo un
rotundo rechazo del agobiante centralismo y una indudable aspiración al
establecimiento de la autonomía regional, no pudo fraguarse una neta
voluntad constituyente en esta materia que estuviera en condiciones de
sostener un modelo claramente definido.
Así las cosas, la cuestión
territorial sigue abriéndose recurrentemente en canal en los momentos de
crisis, a falta de una constitucionalización adecuada que permita
vertebrar nuestro Estado con la eficacia y estabilidad necesarias.
El legislador estatal y las comunidades autónomas, durante casi cuatro
décadas, han venido concretando un avanzado Estado autonómico; y la
jurisprudencia constitucional se ha encargado de precisar los pilares
doctrinales sobre los que se asienta la “constitución territorial”. En
su evolución, caracterizado por su flexibilidad y gran apertura, ha
llegado a funcionar “como si” de un Estado federal se tratara, aunque
con severas deficiencias y notables carencias de estructura. Orbita sin
duda en el campo de atracción del federalismo, pero no es formal ni
propiamente un Estado federal.
Si desde 1978 estamos inmersos en un proceso de federalización de facto, la reforma que se emprenda debe tener un sentido federativo de culminación, tipo holding together.
Reforma, no proceso constituyente, es lo que necesitamos, pues los
principios y los elementos centrales que estructuran el Estado están
bien establecidos en la Constitución, en términos generales. Tampoco hay
una situación política tal que así lo requiera, pese a la gravedad del
actual desafío soberanista en Cataluña. Pero la reforma es necesaria
para la puesta al día, racionalización y relegitimación de nuestro
sistema político y, en su marco, para dar una salida adecuada a la
cuestión catalana.
La mayor dificultad estriba en conseguir su aceptación mayoritaria en
los territorios que tienen la “asimetría política” de un arraigado
nacionalismo, en buena parte independentista. Quienes abrazan un
independentismo irredento nunca van a ser convencidos por ninguna
reforma, al menos por ninguna que no abra la puerta al derecho de
secesión. Pero el número de nacionalistas de esta condición es menor del
que hoy por hoy conforma la mayoría no nacionalista junto con el
nacionalismo moderado.
Aquí está la clave sobre una opción de síntesis y
encuentro, en la línea de una descentralización política
racionalizadora y de calidad. Hay neta mayoría si sumamos a quienes
quieren mantener la estructura del Estado tal como está, aquellos que
propugnan un mayor nivel de autogobierno y quienes abogamos por una
reforma en sentido federal que articule el pluralismo con un nuevo pacto
de ciudadanía refrendado por todos los españoles y por cada territorio
en subsiguientes reformas estatutarias.
Esta reforma, además de otras necesarias en aspectos sociales y de
regeneración democrática, requeriría adoptar muchas medidas concretas.
Son de especial relevancia: 1) incluir en la Constitución, como sugirió el Consejo de Estado, mención expresa a las comunidades autónomas; 2) regular el Senado como Cámara que represente eficazmente a los territorios tanto por su composición como por sus funciones; 3)
reconocer las singularidades y sus efectos: lengua propia, cultura,
foralidad, organización territorial, peculiaridades históricas de
derecho civil, insularidad y ultraperifericidad; 4)
“desconcentrar” en los territorios determinados órganos e instituciones
centrales como contribución a una eficaz política de reconocimiento e
integración; 5) incorporar los principios de lealtad y
colaboración, así como los mecanismos e instrumentos de colaboración y
cooperación y los “procedimientos compartidos” puestos en pie por los
estatutos “de segunda generación”; 6) rediseñar el sistema de
distribución de competencias, precisando las facultades concretas del
Estado, reduciendo al máximo las compartidas y estableciendo como
cláusula residual que todo lo no atribuido al Estado por la Constitución
sea competencia de las comunidades, de tal manera que los estatutos
tengan dimensión institucional, no competencial; 7) fijar los
elementos fundamentales del sistema de financiación para garantizar la
solidaridad interterritorial en términos de equidad, introduciendo un
mandato de “actualización” del régimen foral vasco y navarro que no
genere desigualdad y satisfaga las exigencias de solidaridad; 8) establecer una garantía reforzada de la autonomía local y de la suficiencia y sostenibilidad en su financiación; 9) disponer reglas adecuadas para la articulación de España en la UE a partir del pluralismo territorial interno, y 10)
modificar los procedimientos de reforma constitucional para que esta
sea posible cuando resulte necesario y así lo demande la ciudadanía.
Tengamos muy presentes las claras lecciones de nuestra historia y la
evolución seguida por el Estado autonómico. Se trata de alumbrar, con un
razonable horizonte de estabilidad, un marco jurídico y político que
establezca el equilibrio necesario entre autogobierno y gobierno
compartido para la plena integración de un país tan plural y tan lleno
de potencialidades como es España. Tanto el diagnóstico como el objetivo
son claros y el perímetro está trazado, aunque sea complejo y difícil
de articular en los detalles.
La comisión de estudio para la evaluación y
modernización del Estado autonómico recientemente creada en el Congreso
de los Diputados es, por ahora, el único instrumento del que disponemos
para un diálogo político y técnico que pueda resultar fructífero, por
lo que todos tenemos el deber de aprovecharlo. Ojalá las formaciones
políticas que no se han incorporado, o que la han abandonado, cambien de
postura y podamos llegar a elaborar unas conclusiones compartidas.
Nuestro país necesita de manera impostergable ir abriendo los tiempos de
reforma de la Constitución.
(*) Catedrático de Derecho Constitucional y diputado portavoz del Grupo Socialista en la Comisión Constitucional del Congreso
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