jueves, 11 de enero de 2018

Europa, y España, sin una política sistematizada para la inmigración irregular / Antonio Sánchez-Gijón *

En Europa, y por su­puesto en España, se con­templa el pro­blema de la in­mi­gra­ción irre­gular a sus te­rri­to­rios como cues­tión de na­tu­ra­leza legal y eco­nó­mica, sin ol­vidar la hu­ma­ni­ta­ria. 

Se piensa que con un número de acuerdos con los países de origen, una política europea común para les migraciones, unos criterios compartidos para la acogida de refugiados como distintos de los migrantes económicos, y el desembolso de algunas decenas de millones de euros para acuerdos de desarrollo con los países emisores de migración, el problema se puede encauzar hacia soluciones humanas y económicamente viables.

Resultados que, además, apunten a una misma dirección: a la reducción, mediante la desincentivación, de los flujos migratorios irregulares que tantos problemas crearon a Europa durante la crisis de los refugiados sirios y otros, de 2015-16.

Ese tipo de tratamiento europeo del problema es limitado y paliativo, y no toma en consideración los factores demográficos y, en última instancia geopolíticos, de la proximidad física de dos masas territoriales con cargas demográficas cuantitativamente alejadas: Europa y África, a lo que hay que añadir las presiones migratorias de Oriente Medio y Asia.
Con 510 millones de habitantes y un notable declive de la natalidad media en el conjunto del continente, Europa tiene al sur un universo humano de más de 1.500 millones de personas, con una natalidad media que es doble por lo menos que la europea.

El salto de potencia demográfica entre Europa y África hay que contrastarlo además con el salto de potencia económica, apreciable mediante la comprobación de datos empíricos.

La percepción sensible de ‘lo otro’ opera en la conciencia humana produciendo efectos muy básicos de atracción o repulsión, de afinidad o de alienación. Esas tensiones vitales están más o menos atemperadas por valores y recursos culturales, humanos o legales, pero siguen vivas todavía en algunas sociedades que, por razones históricas o políticas, nos muestran sensibilidades diferentes, si no opuestas, al problema de las migraciones. 

La crisis migratoria del 2015 produjo en Alemania reflejos de solidaridad con los inmigrantes/refugiados, protagonizados por la canciller Angela Merkel con un alto costo político, mientras en Hungría, un país amenazado u ocupado varias veces en su historia moderna por una potencia islámica, se ha encastillado una resistencia acendrada a la imposición de una política europea común para la acogida de refugiados e inmigrantes no comunitarios.

La Unión Europea, comprometida con el principio universalista de solidaridad humana y el legal de solidaridad entre sus socios, trata de diseñar, desde la crisis de los refugiados, una política para las migraciones de esa naturaleza, la cual, como es fácil de comprender, se enmaraña con la cuestión de las migraciones de naturaleza económica y laboral.

Así que la oposición a la inmigración económica/laboral sirve de pretexto o argumento legítimo, según se mire, para oponerse a la imposición de cuotas de demandantes de asilo a cada país miembro. Ahora bien, demandante de asilo es una categoría difícil de autentificar y por eso fácil de confundir con la condición de migrante laboral/económico.

Estas reflexiones vienen a cuento de un estudio del European Policy Institute (“How the EU and third Countries can manage Migration”, nov. 2017), que pone de manifiesto, a pesar de su tono constructivo, la compleja y desalentadora problemática creada por el cruce de esas dos corrientes: refugiados/inmigrantes.

Después de reconocer que las corrientes migratorias del 2015, con origen principal en la guerra civil siria, son hoy de naturaleza mixta (migrantes en busca de asilo genuinos pero junto a ellos migrantes laborales encubiertos), el ensayo examina los recursos ideados por la Comisión y que están más o menos apoyados por sus gobiernos.

Hoy la política europea de regulación de asilo/inmigración se conduce principalmente por la acción de los medios diplomáticos de los países europeos ante los africanos. El objetivo es obtener la colaboración de estos últimos en la contención de los flujos emigratorios de sus propios territorios. 

Aquí aparece como modelo de esa cooperación el caso de Italia en relación con Libia, mediante acuerdos que el estudio reconoce como frágiles, y que se concretan en la ayuda a la formación de una fuerza de guardacostas libios, y a la creación de condiciones más humanitarias para la retención de los potenciales emigrantes, en territorio libio, para su eventual devolución a sus países de origen. Esta política tiene una contrapartida: se presta a la comisión de abusos contra los derechos humanos.

Por otra parte, algunos países africanos no colaboran porque ven en sus emigrantes una fuente de transferencias económicas si logran entrar en Europa y se ganan la vida. A este tipo de resistencias trata de oponerse, por ejemplo, la política del presidente Macron, de ofrecer condicionalmente incentivos económicos directos a los países emisores, como hizo en una reciente visita a Costa de Marfil.

En resumen, el problema seguirá creciendo debido al salto de potencialidad demográfica entre el norte y el sur del Mediterráneo, a los obstáculos levantados por algunas capitales europeas a una política europea común, a la dificultad intrínseca de abordar un problema ‘civilizacional’ y a la falta de conciencia plena sobre lo que predicen los estudios en torno a la evolución demográfica y económica de los dos continentes.

Y desde el punto de vista puramente español, vale la pena observar que la presión demográfica sobre Libia se desplaza a España, como muestra la multiplicación por cuatro de llegadas de irregulares, entre los últimos meses de 2017 y los de un año antes.


(*) Periodista


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