De un tiempo a esta parte, se oye tan a menudo y se lee tan frecuentemente la palabra traidor,
que el término está empezando a perder su significado. El ala más
radical del independentismo y los sectores más hiperventilados de la
buena gente (por usar el diccionario junqueriano) señalan con
demasiada facilidad a todo aquel que no comulga con la verdad revelada.
A
veces somos los periodistas o tertulianos los que tenemos que oír el
vocablo traidor por ser demasiado descreídos o simplemente críticos con
algunas actuaciones o determinados discursos. Como si el periodismo
fuera una cuestión de fe, cuando en su naturaleza está el dudar de todo.
Pero últimamente el término arrojadizo ha impactado en las propias figuras del procés.
Ni siquiera Carles Puigdemont ha escapado al calificativo, pues tuvo
que oír como la muchachada reunida en la plaza Sant Jaume le acusaba a
coro, cuando tenía intención de convocar elecciones. Incluso en Twitter
se sintió insultado por parte de personas cercanas, más allá de que
Rufián le calificara de Judas, acompañando su mensaje con 155 monedas de
plata.
Una semana después sería Santi Vila quien fuera vilipendiado por
haber presentado su dimisión cuando era irreversible la declaración
unilateral de independencia. En el PDECat se pensaba en él como el
candidato, pero ha acabado paradójicamente en la comisión de ética del
partido. Incluso Carme Forcadell salió ayer de Alcalá Meco con
acusaciones de traición en las redes sociales por haber aceptado la
Constitución en su declaración ante el juez, a fin de obtener la
libertad bajo fianza.
Catalunya necesita recuperar el sosiego. No se puede
realizar la prueba independentista del algodón a cada ciudadano. Ni
tomarles la temperatura patriótica diariamente. Nos sobran
inquisitoriales Torquemadas, que creen que pueden juzgar a todo el mundo
desde el confort de su sillón más o menos subvencionado.
(*) Periodista y director de La Vanguardia
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