No hace tanto –¿cuánto?, ¿un mes?–, el PSOE era en todo su apogeo una jaula de grillos.
La política va a tal velocidad que ya casi ni nos acordamos. Pedro
Sánchez era un cadáver que caminaba hacia la emboscada que le habían
tendido los amos del cotarro para colocar en su lugar a Susana Díaz. Los
partidarios de contener la sangría de votos que se estaba yendo a
Podemos habían colocado al partido lejos de eso que ahora llaman los
expertos la centralidad política.
Había un movimiento interno de
enmienda a la totalidad empeñado en anclar el mensaje ideológico en
aguas más templadas, aprovechando el viaje a la deriva del PP. Unos y
otros ocupaban las dos caras opuestas de la luna. Sonaban tambores de
guerra y cánticos mortuorios. Las apuestas más audaces acariciaban la
idea de la gran coalición, las más rancias exploraban acuerdos con las
ruinas de Izquierda Unida tras la eclosión tempestuosa del fenómeno
encarnado por Pablo Iglesias. La zozobra, la incertidumbre y el pánico
al abismo habían convertido a los socialistas en una tribu al borde de
la guerra civil.
Pero, de pronto, la pelea tumultuaria aplacó su furia, la tempestad
amainó. Estaba claro que algo o alguien había decretado una paz a la
fuerza. Podía ser que la inmediatez de las urnas, el protocolo de
fingimiento que exigen las campañas, hubiera soterrado los desacuerdos a
la espera de que el recuento de los votos anunciara el fin de la
tregua. O que un árbitro con suficiente ascendiente hubiera impuesto su
particular ley del silencio. Tras la lectura de El País de ayer domingo no tengo dudas de que ha ocurrido lo segundo. No sé si el Felipe González
que se asomó ayer al buque insignia de Prisa se parece más al Vito
Corleone que acaricia el pescuezo de un gato en el arranque de El Padrino o al Wyatt Earp de Pasión de los fuertes,
el sheriff crepuscular que llega a Tombstone para acabar con la
arbitrariedad de los Clanton. Habrá que ver cómo acaba la película. Lo
que está claro, de momento, es que su irrupción en escena ha puesto
orden en el caos. Ahora ya sabe cada uno cuál es su papel.
"Algunas veces –ha dicho el anciano de la tribu– me permito opinar y
otras veces puedo hablar informando. En este caso, informo: su
compromiso [el de Susana Díaz] va a ser con Andalucía, sin alternativa".
Se puede decir más alto, pero no más claro. Así que ya está resuelto: no habrá duelo al sol entre Sánchez y Díaz
en las primarias del 26 de julio porque el patrón ha ejercido su
derecho de veto. Va a dejar que el secretario general del PSOE se cueza
en su propia salsa, sin apartarlo del cartel electoral –salvo descalabro
apocalíptico en las municipales de mayo–, para no exponer a su
discípula favorita al riesgo innecesario de que se chamusque antes de
tiempo.
Felipe González ve en Susana Díaz "una capacidad de liderazgo
indiscutible. La demuestra cada día hasta en su lenguaje corporal". En
cambio, "cuando alguien cuestiona el liderazgo de Pedro Sánchez tiene
derecho a hacerlo. Sin duda alguna le falta recorrido para terminar de
consolidarse". No hace falta mucha imaginación para rellenar las elipsis
que rodean esas dos afirmaciones. Si Sánchez sale vivo de las
municipales y tiene un resultado digno en las generales habrá recorrido
el trayecto que le falta para alcanzar la investidura de líder
consolidado del partido. En ese supuesto, la comparecencia de Susana
Díaz en el puente de mando del PSOE dejará de ser necesaria. Pero si
sucede lo contrario, es decir, si Sánchez naufraga y se hunde con todo
el equipo, la andaluza, a salvo en la fortaleza de San Telmo, estará en
disposición de heredar lo que quede en pie tras la hecatombe. No
ocurriría lo mismo si se precipita en el juego del "quítate tú que me
pongo yo" y la derrota electoral le estallara en la cara. Así pues,
Felipe González le aconseja paciencia. Mejor dicho, se la prescribe. A
la pregunta de si ve a Susana Díaz convertida en mandamás del partido,
el ex presidente responde: "Dentro de tres, cuatro o cinco años no lo
excluyo".
Los que están en el secreto saben que ese discurso dilatorio supone
un cambio de planes en toda regla. Hasta hace muy poco tiempo –¿cuánto?,
¿un mes?– la idea que patrocinaba Felipe González consistía en
descabalgar a Sánchez por lo civil o por lo militar y colocar a Susana
Díaz en la sala de máquinas de Ferraz para que, tapándose la nariz,
alcanzara in extremis un acuerdo de salvación nacional del Régimen del
78 con los supervivientes del PP. ¿Qué ha ocurrido para que cambie tanto la partitura?
Poco más o menos, que Podemos ya no representa el riesgo exterminador
de hace unas cuantas semanas y que el PP ha dejado de ser el único
aliado posible para salvar la herencia de la Transición. En el fondo, si
se mira bien, ambas cosas son la cara y la cruz de la misma moneda: Ciudadanos.
La estrategia que puso en escena el PP en su Convención de finales de
enero (¡hace sólo mes y medio!) se ha venido abajo como un castillo de
naipes. La idea de Rajoy de presentarse ante el electorado como el único
antídoto capaz de evitar el caos que representa Pablo Iglesias ya no
sujeta suficientes votos. Albert Rivera diezma el granero de
descontentos que estaban dispuestos a votar a Podemos sin estar de
acuerdo con su programa, sólo por el placer de manifestar su infinito
cabreo con los actores tradicionales de la vida pública, y les ofrece
una salida airosa a quienes no tenían más remedio que votar al PP –por
la puñetera servidumbre liberticida del voto cautivo– para conjurar la
amenaza del desembarco de los apologetas bolivarianos. La consecuencia
es que los primeros pierden ya cinco puntos en las encuestas y los populares aportan votantes a granel a Ciudadanos. Se acabó la bipolaridad de los antagonismos.
Ya no es sólo Metroscopia la empresa que vaticina desde las páginas de El País el crecimiento espectacular de Albert Rivera. Primero La Razón y luego ABC
se han sumado a la misma tendencia. Según el diario de Vocento,
Ciudadanos alcanza el 11% de intención de voto en Andalucía, exactamente
el mismo porcentaje que le adjudica El País, y se convierte en la pareja de baile de postín en la ceremonia de los pactos postelectorales. Eso explica que Susana Díaz
haya excluido explícitamente al PP de su agenda de contactos, con el
visto bueno de Felipe González (o quién sabe si por sugerencia suya).
"Ella ha decidido con quién va a pactar o no –ha dicho en la entrevista
de El País– y yo lo respeto. No quiere pactar con el PP o Podemos,
así que queda por ahí lo que va a sacar Ciudadanos".
Las palabras de
González se refieren a Andalucía pero a mí me parece que son
extrapolables al conjunto de España. Andalucía iba a ser, según mis
noticias, el banco de pruebas de una gran coalición a la alemana que
estaba llamada a exportarse después, no por gusto sino por falta de
alternativas, al Congreso de los Diputados. González, recuérdese, fue el
primero en sugerir la inevitabilidad de ese acuerdo. Él mismo ha sido
ahora, también, el primero en reconocer que las circunstancias han
cambiado lo suficiente como para cancelar el experimento. Y lo dice,
además, con gran alivio.
Llámenme ingenuo, pero soy de los que creen que el PSOE no se
agarraba a ese proyecto para hacerse con el poder, aunque fuera
compartido, sino porque no veía otro modo de garantizar la pervivencia
del tinglado institucional. Ahora, si salva su hegemonía en el feudo
andaluz, no creo que le importe encarar una legislatura corta en la
oposición. Su cálculo es que un PP moribundo acabaría de desangrarse
mientras iría cobrando aliento, en torno a Ciudadanos y al pecio de Rosa
Díez, una recreación de UCD con la que sería más fácil negociar el recauchutado del sistema y el aggiornamento
de la Constitución. Ya sé que es un cálculo arriesgado que suena a
ciencia ficción. No estoy lejos de pensar lo mismo. Pero, después de
todo, los políticos siempre me han parecido seres de otro planeta. ¿A
ustedes no?