viernes, 10 de diciembre de 2021


Economía y geopolítica coinciden: la población resulta el factor más decisivo para la riqueza -y el poder- de las naciones. Examinemos la situación del país más poblado del mundo: La Constitución de la República Popular China establece que “El Estado protege el matrimonio y la familia” (art.49). Una vez asegurado el triunfo de la revolución, Mao apuesta por la población como requisito para asegurar el desarrollo económico: “Es algo muy bueno que China tenga una población grande. [...]. De todas las cosas que hay en el mundo, la gente es lo más valioso”. 

Pero la hambruna de 1959 y 1960 se cobró más de treinta millones de vidas y el Gobierno empezó a ver el crecimiento demográfico como un problema: podrían faltar recursos para alimentar tantas bocas. De ahí el creciente control de la población, que llevó a la imposición del hijo único.

 
Esa política antinatalista se aplicó con una brutalidad extrema: esterilizaciones obligatorias, abortos forzados practicados en las más nefandas condiciones, multas, estigmatización de las parejas que se atrevían a infringir la ley. Según cálculos oficiales, se han “evitado” de esta forma más de cuatrocientos millones de nacimientos (entre 2014 y 2017, 36 millones). 

Hubo revueltas populares contra la ley, que las autoridades sofocaron con violencia. Las denuncias contra esa política represiva llegaron a los foros internacionales, pero el Gobierno chino ha continuado imperturbable con su aplicación... hasta 2016, fecha en que se derogó la ley del hijo único y se permitió un segundo hijo. 

No fueron razones humanitarias ni presiones internacionales las que indujeron ese cambio, sino las demandas de la industria. El mercado laboral se estaba quedando sin mano de obra joven, y el colapso amenazaba a la economía, pues desde 2011 disminuía la población activa. Se prevé que para 2030 la cuarta parte de la población superará los sesenta años de edad. No hay dinero par atender los previsibles gastos médicos y de pensiones.

 
La derogación de esa ley apenas ha incrementado los nacimientos -la inercia antinatalista es muy fuerte-, de modo que el Gobierno se plantea la completa liberalización de la natalidad y la adopción de medidas de ayuda a las familias.
 

El Consejo de Estado presentó el 27 de septiembre un nuevo plan de política familiar para los próximos diez años titulado “Los hijos primero”. El Gobierno calcula que China necesita cada año unos diez millones de niños adicionales. 

Además de favorecer nuevos embarazos, importa no eliminar a los hijos ya concebidos: “Hay que reducir los abortos que no atienden a razones médicas”. Ese impulso a la natalidad exige lógicamente reforzar la estabilidad familiar, lo que lleva a favorecer la familia tradicional: sin lazos matrimoniales firmes resulta muy difícil tener o criar hijos. 

Así, el nuevo Código Civil pone trabas al divorcio. Se han previsto además diversos incentivos económicos, para las familias y para las empresas. Incluso hay voces que propugnan el apoyo al confucionismo, pues se sabe que -en todo el mundo- las personas religiosas tienen más hijos que las no creyentes.
 

A pesar de la fervorosa adhesión al comunismo por parte del régimen chino, priman el nacionalismo y el pragmatismo. Xi Jinping goza de un poder nunca visto, y el culto a su personalidad alcanza niveles más propios de Corea del Norte, pero él sabe que su legitimidad se basa principalmente en el bienestar económico de la población. El Partido Comu-nista chino no se distingue por un especial aprecio a la vida humana y a la dignidad de la persona, pero en coherencia con un planteamiento utilitarista supedita la gestión al logro del bienestar material. Si esto implica disminuir los abortos y los divorcios, se hace sin complejos.

 
La situación en Europa es bien distinta y la ideología triunfa aunque haya que pagar un precio elevado en forma de menor crecimiento económico. La Unión Europea parece abocada a un lento e inexorable suicidio demográfico. Aun así, Bruselas promueve con dinero y con presión política la “cultura de la muerte”, en su propio territorio y en el resto del mundo. Los Gobiernos discrepantes, como en Polonia o Hungría, no consiguen alterar el planteamiento comunitario e incluso se exponen a sanciones. 

Los países europeos con Gobiernos de izquierda abrazan esas políticas con un entusiasmo que llega al fanatismo, y los que tienen Gobiernos de centro derecha las siguen más o menos convencidos, sin atreverse a desmarcarse por miedo a la corrección política. Y como el europeo moderno no acepta sentirse o saberse culpable, aborto y eutanasia se convierten en derechos, incluso derechos fundamentales.

 En este contexto se entiende la inminente “ofensiva” contra la objeción de conciencia, pues la “cultura de la muerte” no soporta que otros - países, instituciones o personas físicas- defiendan la vida. La ideología se impone sin miramientos, pasando por encima de la vida y del bolsillo de las personas.

 

 
(*) Profesor de Sociología de la Universidad de Navarra

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