¿Hacia
dónde miramos cuando alguien dice enfáticamente que hay que mirar hacia
Europa? Al norte; nunca al sur si somos gallegos o al oeste si se vive
en otra parte de España. La Europa de referencia está más allá de los
Pirineos, a veces en Francia y otras en Alemania según la coyuntura,
pero nunca al otro lado del Miño.
¿Por qué será? ¿Un cierto complejo de
superioridad que nos lleva a intentar equipararnos a un pelotón de
cabeza donde están franceses y alemanes, y dejar atrás una imaginaria
segunda división que incluiría a los portugueses? ¿Una buena vecindad
que nos hace ver a los lusos como si fueran de casa?
Elijan
la hipótesis que prefieran porque el resultado será el mismo. Al
europeísmo genuino lo vemos ubicado fuera de la península. El ideal que
nos fascina puede estar representado por Merkel o Macron,
no por políticos portugueses cuyo nombre simplemente nos suena. Al
tomarle el pulso a la Unión Europea acudimos a Berlín o París, nunca a
Lisboa.
En
las cumbres comunitarias, a la hora de la foto de familia, medimos la
distancia que separa a nuestros líderes de la alemana y el francés para
comprobar la cotización del poder hispano, y prestamos atención a las
sonrisas que nos dedican y al saludo más o menos caluroso que nos
prestan.
Olvidamos que aquí al lado hay un país
modélico que está dominando el virus mejor que otros. Mejor que
nosotros, desde luego. ¿A qué se debe? Cuentan con una clase política
que compensa, con acuerdos, tolerancia y educación, una sanidad peor
dotada que la nuestra y bastante castigada por los recortes.
Y es un
país salido de la revolución más fraternal y florida que recuerda la
historia, capitaneada por un aristócrata con monóculo llamado Spínola y un brigadeiro de orientación castrista y nombre sacado de Shakespeare, Otelo Saraiva de Carvalho.
Ambos de la mano, a los sones de una canción que habla de la “terra da
fraternidade”, derrocan sin sangre a una dictadura también sui generis comandada por un reconocido profesor de derecho administrativo.
Alabamos con razón la transición española, pero el 25 de Avril
fue una experiencia sin parangón de la que sale una democracia
consistente que ahora está en una fase de Gobierno de izquierda y
presidente de la República conservador, que se llevan bien y no discuten
por la exhumación del último tirano sino sobre cosas más prácticas.
Gracias a su entrenamiento para el consenso, los portugueses están
unidos, la pandemia retrocede y hasta se permiten plantarle cara al
holandés que escupió sus tópicos sobre la Europa del sur.
Menos
mal que nos queda Portugal, y qué pena que Galicia no lleve a la
próxima reforma constitucional la posibilidad de ser una doble
nacionalidad histórica, con una versión española y otra portuguesa que
le permitiera compartir las virtudes de ambas naciones sin estar con
ninguna del todo.
Un mapa de Renfe ya corría la
frontera hacia arriba de forma premonitoria, y es sabido que la linde
más porosa de occidente es la raia. Políticamente hablando, el
cauto Feijóo tiene más que ver con el plácido Antonio Costa que con
muchos airados colegas españoles. Una galleguidad hispano-lusa. ¿Por qué
no?
(*) Periodista
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