La historia del
Imperio Romano, más allá de las obras de historiadores aficionados y
literatos pretenciosos, es fascinante. Es cierto que la literatura ha
dado buenas obras e incluso contemplo con interés algunos historiadores
que se dedican a la divulgación.
Mi buen amigo y tristemente
desaparecido Gonzalo Anes, uno de los grandes historiadores españoles y
un extraordinario director de la Academia de la Historia, cuyos pasos ha
mejorado con acierto y eficacia Carmen Iglesias, detestaba a los
divulgadores. Todavía recuerdo que le comenté el nombre de un conocido
historiador como académico y resolvió la cuestión aduciendo que se
dedicaba a la divulgación.
La historia de Roma es manoseada, con más o
menos acierto, pero resulta siempre muy útil, porque fue un pueblo
extraordinario, que construyó un Imperio que finalizó en Occidente con
la caída de Roma en el 476 y en Oriente en mi opinión más con la
conquista latina de Constantinopla en 1204 que con la turca del 1453.
Los bizantinos siempre se denominaron Imperio Romano de Oriente, pero
también es cierto que en el período final era sobre todo helénico en un
proceso que había comenzado con el Gran Cisma de 1054 que dio lugar a la
Iglesia Ortodoxa.
Los
romanos amaban profundamente el derecho y las instituciones públicas y
privadas que organizaban su vida, pero que explican su capacidad de
crear uno de los mayores imperios de la Historia. En este sentido,
establecieron la dictadura como una magistratura extraordinaria suprema
con «imperium maius» sobre el resto de los magistrados durante seis
meses para hacer frente a un grave peligro.
El dictador era nombrado por
los cónsules de acuerdo con el Senado. Era el último recurso
constitucional cuando el sistema dual de los cónsules era insuficiente e
ineficaz, insisto, ante una cuestión grave que afectaba a la República.
Esta suspensión de garantías constitucionales era posteriormente
controlada para que nadie pudiera excederse. El término dictadura
posteriormente se pervirtió fruto de la crisis social y política que
afectó a la República dando lugar a personajes como Sila, Mario, Pompeyo
y César. A pesar de ello, Roma fue capaz desde las instituciones abrir
camino al régimen autoritario del Principado en la persona de Augusto
que lo que realmente hizo fue acumular los diferentes cargos y que
posteriormente lo hemos conocido como emperador.
España vive una
suspensión de garantías constitucionales a partir de la inquietante
perversión de la figura del Estado de Alarma que se está empleando de
una forma incorrecta, aunque el fin que se busque sea, como sucedía en
Roma, hacer frente a una situación excepcional. Mientras escribo este
artículo escucho las caceroladas que ayer sustituyeron en mi barrio a
los aplausos. Es preocupante que aplaudamos en lugar de manifestarnos
para exigir más tests, mejores condiciones laborales, salariales y de
seguridad para el personal sanitario.
Al igual que en Roma, cabe exigir
que el Gobierno nos explique por qué han tenido que afrontar la pandemia
sin medios y qué intereses hay detrás de las empresas que han sido
incapaces de suministrarlos. Ha fallecido mucha gente y tenemos derecho a
saber. Han pasado muchas semanas y hemos ido de ridículo en ridículo y
de contradicción en contradicción.
La
decisiones que afectan a nuestros derechos y libertades públicas se
acuerdan a golpe de decreto u orden ministerial. Es increíble. Es cierto
que tenemos el antecedente de la perversa utilización de los reales
decretos ley que han pasado de un uso excepcional, como es la previsión
constitucional, a ordinario otorgando un asombroso poder al Gobierno.
Con la aplicación del Estado de Alarma se ha suspendido el ejercicio de
derechos tan fundamentales como la libertad religiosa, de reunión, de
libertad de circulación y residencia, así como se ha limitado la
participación en asuntos públicos.
No contentos con ello se han
planteado controlar la libertad de expresión o con una interpretación
fraudulenta del artículo 128, la expropiación forzosa y las
nacionalizaciones de empresas. Lo que estamos viviendo es un suspensión
de derechos y libertades que entra en colisión directa con el artículo
55 de la CE que prohibe expresamente que esto se produzca salvo «cuando
se acuerde la declaración del estado de excepción o de sitio en los
términos previstos en la Constitución».
Me permito dedicar este artículo
a una de mis más queridas amigas que ha perdido a su madre, han
enfermado ocho personas de su familia y cuida a una anciana dependiente
de alto riesgo sin que le hayan facilitado test. Por todo ello habrá que
exigir explicaciones y responsabilidades.
(*) Director de La Razón
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