“Los límites de déficit estructural y de volumen
de deuda pública sólo podrán superarse en caso de catástrofes naturales,
recesión económica o situaciones de emergencia extraordinaria que
escapen al control del Estado y perjudiquen considerablemente la
situación financiera o la sostenibilidad económica o social del Estado,
apreciadas por la mayoría absoluta de los miembros del Congreso de los
Diputados”.
Así se expresa el punto número cuatro del artículo 135 de
la Constitución después de la reforma de septiembre del 2011, cuando la
zona euro estaba en riesgo de colapso. Lo recordamos bien. En agosto de
aquel año, el Banco Central Europeo exigió a los gobiernos de España e
Italia la adopción de medidas inmediatas para atajar su galopante
déficit público.
La carta remitida por el entonces presidente del BCE, Jean-Claude Trichet , al presidente español José Luis Rodríguez Zapatero no
pedía exactamente la reforma de la Constitución para consagrar la
estabilidad presupuestaria y dar “prioridad absoluta” al pago de la
deuda; pedía acciones mucho más tangibles, como la modificación urgente
de las leyes laborales.
Zapatero ofreció la reforma del artículo 135 en el altar de la
estabilidad europea para no provocar una masacre social antes de las
elecciones generales de noviembre de aquel año. Evitó que el PSOE se
convirtiese en el moribundo PASOK griego, seguramente evitó, también, la
formación de un gobierno técnico en España, que Bruselas sí pudo imponer aquel otoño en Italia y Grecia, entregó el relevo a Mariano Rajoy y dejó lista una bandera para los jóvenes del 15-M, que pronto equipararon al PSOE con el Partido Popular.
Nueve años después, las poblaciones de España e Italia (más
de cien millones de personas) se hallan confinadas a causa del
Covid-19. Los dos países que recibieron la carta del BCE pueden sufrir
otro derrumbe económico. En un giro de la historia que puede llegar a
ser brutal, el artículo 135 de la Constitución volverá a situarse muy
pronto en el centro del debate político del país.
El debate ya está abierto en el seno del Gobierno y ha
condicionado a lo largo de la semana el ritmo de las decisiones. De uno
lado, los ministros socialistas y de Unidas Podemos partidarios desde el
primer momento de la declaración del estado de alarma; del otro, los
dos principales ministerios económicos –Economía y Hacienda–inicialmente
temerosos de las medidas de excepción y más favorables a una política
de gradualidad como la que están siguiendo en Francia, que ayer celebró
elecciones municipales, y Alemania, que ayer cerró parcialmente sus
fronteras con Francia, Suiza y Austria. Estado de alarma significa más
gasto público. Esta fue la clave del debate gubernamental a lo largo de
la pasada semana.
El estado de alarma es una respuesta política y económica a
la situación. Refuerza la autoridad del Estado y responsabiliza al
Gobierno de las principales decisiones: jerarquiza el poder y jerarquiza
las culpas. El estado de alarma convoca a la unidad civil y siega la
hierba a la extrema derecha. La atmósfera cambió el sábado por la noche,
después del discurso del presidente del Gobierno, visto por 18 millones
de personas.
La mayoría del PSOE y UP han coincidido en lo esencial:
mando unificado. Los ministros de UP pidieron de manera expresa que el
decreto dejase muy clara la autoridad del Gobierno sobre las comunidades
autónomas. Autoridad: ayer fue intervenida la sanidad privada.
Ahora viene la discusión sobre los costes económicos de la
crisis Covid-19, más otra novedad de largo alcance en el torturado
paisaje del país que recibió la carta de Trichet: el cráter abierto por
la cuenta suiza de Juan Carlos de Borbón .
(*) Periodista y director adjunto de La Vanguardia
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