Desde que el Brexit empieza a cristalizar, Holanda encabeza todo ataque a una UE federal y solidaria.
Abandera en 2018 la creación de la Liga Hanseática contra un
presupuesto propio de la eurozona. Encabeza el bloque reaccionario de
ricos contribuyentes opuestos a un presupuesto septenal de la UE
superior al 1% del PIB.
Y
acaudilla el rechazo al uso de instrumentos comunes de deuda
(eurobonos) para afrontar esa Gran Recesión II que la pandemia está
provocando.
Pero su liza por una política económica
—presupuestaria y monetaria— rácana en cuantía, recelosa en ambición y
miserable en pasión redistributiva arranca de cuando Amsterdam era aún
capital del humanismo europeo.
Noviembre de 1995. Se ultima la preparación del euro. El ministro de Hacienda alemán, Theo Waigel,
jefe del ala derecha democristiana, la CSU bávara, lanza un memorándum
que propugna una “estabilidad de la moneda” que sea “fiable y permanentemente asegurada a través de una estricta disciplina presupuestaria” de todos sus socios.
Le secunda su segundo, Jurgen Stark, un halcón
sin piedad. Y su colega holandés, el ex socialdemócrata trocado a
liberal —famoso por travestirse en fiestas de la gran banca— Gerrit
Zalm.
Los tres, junto al gobernador del Bundesbank, el rígido Hans Tietmeier, logran imponer su Pacto de Estabilidad.
Que solo se cumple antes del euro y tras la crisis de 2008. Su arma más
letal es la campaña contra los pobres del Sur, a los que desprecian por
presuntas ineficacia y vagancia.
Difunden contra ellos los sambenitos
—de marca anglosajona— PIGS (cerdos: Portugal, Italy, Greece y Spain), y
Club Med, cigarras siempre de vacaciones mientras la hormiga calvinista
laboraba.
Zalm, luego padre de la alianza de los
ultraliberales (que hoy manda Mark Rutte) con los populistas xenófobos y
ultras de Pin Fortuyn, veja (7/1/1997) a los mediterráneos por “sufrir
un ataque de histeria” para apuntarse al euro, lo que le enciende.
Stark, como posterior economista jefe del BCE, boicotea el rescate de
Grecia y logra en 2011 subir los tipos de interés, lo que precipita el
segundo pico de la Gran Recesión, el desplome de la deuda soberana.
Les
sucede al frente del frente reaccionario el presunto socialdémocrata y
racista Jeroen Dijsselbloem, un concejal ignaro que se alza como jefe
del Eurogrupo, al no poder encaramarse a la Comisión tras acusar a
Jean-Claude Juncker de “bebedor” (2014).
Él dispara la crisis de Chipre y en 2017 ofende a los del Sur, por “gastarse todo el dinero en copas y mujeres y luego pedir que se le ayude”.
Su partido y la Eurocámara le machacan. Elude su responsabilidad
apelando a su “cultura holandesa, calvinista estricta”.
En eso la clava:
el ordoliberalismo económico más cerril y el calvinismo talibán son
subproductos gemelos. Repugnantes.
(*) Periodista
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