“El campo se muere”, dice unas de las pancartas de la
protesta de Don Benito. Hay que prestar atención a esa imagen. Debajo de
la pancarta, un agricultor con camisa de cuadros y chaleco amarillo
brega con los agentes antidisturbios. La manifestación intenta irrumpir en la exposición agraria que inaugura el ministro socialista Luis Planas. Banderas de Extremadura y de España.
Don Benito no se quedó solo esta semana, puesto que
también hubo protestas agrarias en diversos puntos de Andalucía,
Castilla y León, Rioja y Aragón. Otra foto llama la atención: centenares
de agricultores ataviados con chalecos amarillos queman neumáticos para
cortar el tráfico de la autovía A-4 a su paso por la localidad de La
Carolina, en la provincia de Jaén.
Hay más manifestaciones convocadas para la semana que
viene. El día 5, miércoles, concentración frente al Ministerio de
Agricultura, situado juste enfrente de la estación ferroviaria de
Atocha. El antiguo Palacio de Fomento es la más majestuosa sede
gubernamental de Madrid. Habrá concentración de chalecos amarillos debajo
de la Gloria y los Pegasos, el monumental conjunto escultórico que
preside el ministerio más fiscalizado por Bruselas. No todo ocurrirá en
el Palau de la Generalitat de Catalunya esta semana que viene.
No es la primera vez que los ánimos se alteran en una
protesta de agricultores. No es la primera vez que una movilización de
las asociaciones agrarias intenta romper un cordón policial y la jornada
acaba a porrazos. No es la primera vez que se queman neumáticos en las
carreteras –es esta ocasión, la prensa tremebunda de Madrid no ha
titulado kale
borroka –, y no será la última vez que se exhiban pancartas
advirtiendo que el campo se muere.
No está ocurriendo nada radicalmente
nuevo y, sin embargo, la manifestación de Don Benito y los neumáticos
quemados en La Carolina han pulsado una de aquellas cuerdas invisibles
que advierten, con una vibración del aire, que algo serio puede ocurrir
en un país con los nervios a flor de piel. Se está incubando una
erupción de malestar en la España interior y nadie sabe qué dirección
puede tomar la lava.
Es la protesta de los agricultores y algo más. Es el
malestar por la caída de los precios –el aceite de oliva virgen a dos
euros el litro, la mitad que hace tres años– y algo más. Son los
tejemanejes italianos en la compra del aceite a granel y algo más. Es el
impacto de los aranceles norteamericanos, que pueden subir, y algo más.
Es el nerviosismo ante la negociación de la PAC europea y algo más. Es
la maniobra oportunista de los grandes propietarios agrarios contra el
aumento del salario mínimo y algo más. Es la fragilidad creciente de las
pequeñas explotaciones agrarias y algo más.
Es el miedo a perder un lugar en el mundo. Es el suspicaz
temor de acabar pagando los motores rotos de la transición ecológica.
Es la creciente sensación de quedar muy lejos, irremediablemente lejos,
del poderoso crecimiento de económico de Madrid y alrededores. Es la
concentración del nuevo empleo en Madrid, sobre todo en Madrid, seguido
de Barcelona, en detrimento de la España vaciada, según certifica la
última Encuesta de Población Activa.
Treinta provincias juntas de la
España interior crean menos empleo que la capital. Es el hartazgo por la
discusión obsesiva sobre Catalunya. Es la nostalgia de un
proteccionismo nacional, que los aranceles norteamericanos no hacen más
que avivar. Es la percepción intuitiva de la debilidad de la Unión
Europea después del Brexit. “Una chispa está prendiendo en el campo”,
advierte el periodista Esteban Hernández en El Confidencial ,
siempre atento al flanco débil de los discursos progresistas, alejados
de la dimensión material de la sociedad cuando se centran en los valores
culturales.
España se está rompiendo, pero de otra manera. El tema no
es Catalunya: el tema es la España interior. Las brechas territoriales
propiciadas por la concentración de la actividad económica en el Gran
Madrid y en la costa mediterránea se están agrandando peligrosamente.
Son los agricultores y algo más.
Para el 16 de febrero se está
preparando una jornada de protesta general en la provincia de León.
Comisiones Obreras y UGT han llamado a los leoneses a manifestarse
contra la despoblación y la degradación de unas de las cinco provincias
con menor actividad económica. La depauperación de León, que ha perdido
más de cuarenta mil habitantes en los últimos diez años, es una de las
expresiones más dramáticas del nuevo sur español: ese cuadrante
noroeste de la Península (Lugo, Ourense, Asturias, León, Palencia,
Zamora, buena parte de la provincia de Salamanca...) que hoy tiene menos
habitantes que hace cuarenta años.
Esa intensa sensación de hundimiento
ha reactivado el leonesismo militante que desde hace años reivindica
una comunidad autónoma separada de Castilla. “Independentismo leonés”,
escribe la tremebunda prensa de Madrid.
El plan de estabilización de 1959 arrancó a más de cinco
millones de personas del campo y las envió a trabajar a Barcelona,
Madrid, Bilbao y al extranjero. La estabilización económica de 1986,
después de la crisis del petróleo, revitalizó las capitales de provincia
con las ayudas europeas. Embellecidas por el tratado de Maastricht se
sumergieron en el baño de espuma de la especulación inmobiliaria. La
estabilización después del shock financiero pone ahora de manifiesto un
fuerte desgarro territorial.
Una erupción de malestar social se está incubando en la España interior y
nadie sabe qué dirección puede acabar tomando la lava. Mañana se abre
oficialmente la legislatura.
(*) Periodista y director adjunto La Vanguardia
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