Por más que tratemos de resistirnos a los balances
vitales de fin de año, mezclados con el almíbar y el acíbar de las
Navidades, se terminan haciendo de alguna manera. Parece que algo
abocara a ese repaso; doblemente ahora, porque cambiamos el dígito de la
década. Yo lo he hecho motivada por un hecho simple aunque
significativo.
Déjenme que les cuente la historia de un espejo. A veces,
en ellos se ve pasar la vida desde otro ángulo. Casi "dentro y fuera de la realidad", como una exposición de divulgación científica que se ofrece en Barcelona.
En 2010, cuando comenzó esta década, escribí en mi blog –esas cosas de los blogs–
sobre un espejo con luces para maquillaje que había resultado ser un
antídoto contra la chapuza, según titulé. Lo compré en Nueva York en
1990 durante unos meses en los que residí allí y seguía luciendo 20 años
después con los mismos neones de origen.
Pensé en cómo había escapado a
la obsolescencia programada, desafiado a su propio destino consumible.
Máxime al estar construido en simple material plástico. En el post había
más disfunciones que siguen hoy su marcha tan lozanas como el primer
día. Así, le pasó durante mucho tiempo a mi espejo neoyorquino.
Pocos años después, quizás cinco años, en esos cuartos de
siglo rotundos, le falló el sistema central giratorio que permite
alternar una lámina de aumento y otra con la imagen normal, algo
puramente mecánico. Busqué otros, más modernos, pero no lucían, ni
servían como él.
Y en un taller artesano me lo arreglaron tras haberlo
rechazado –con cara de qué está diciendo esta mujer-
en un par de tiendas al verme llegar con un espejo viejo para reparar.
El tiempo ha ido deteriorando la estructura, no su iluminación. Estaba
fabricado para durar –Claire true-to-light, se llama–, al punto que veo se vende como vintage de segundo mano en Estados Unidos.
Llevaba
unos días achacoso: el interruptor no se quedaba fijo y se apagaba uno
de los neones al poco de encenderlo, y unos días más tarde, los dos. Ni
cuñas, ni esparadrapo lo apañaban. El miércoles, en pleno día de
Navidad, en un leve movimiento se desmoronó por el soporte. Y yo, aunque
soy poco dada a los trabajos manuales, pensé en practicarle una
operación completa a la desesperada.
Desatornillé, busqué el mecanismo
del interruptor, no hubo nada qué hacer y al intentar ensamblarlo otra
vez, toda la estructura fue cayendo. Los neones siguen iluminando.
Después de 30 años largos y de que ya todo lo accesorio ha caído, salvo
la luz y el espejo. Ha llegado su final cuando mantiene lo básico.
Se
han reunido varios aparatos domésticos para dar avisos o fenecer
también, cada vez finiquitan antes. No son señales, es la obsolescencia
programada, que vence precisamente para el final de un año y un cambio
de dígito en la década. Un año muy especial, en muchas cosas
inolvidable. Una década a la que entramos en el apogeo de una crisis
económica que se llevaba gestando desde muchos años atrás y que no
remedió para bien la tijera decretada. Lucía sin cesar la corrupción, la
imprevisión. Nos falló Zapatero, encañonado desde la Troika y los EEUU
de Obama. Nos falló Rajoy porque se trataba de no fallar a los que
mandan y organizan. Y la corrupción y la imprevisión y el férreo
aparataje que las sustentan se mantuvieron.
La
mayoría, en 2010, todavía no usaba las Redes. Yo me inscribí en octubre
de 2009, a los pocos meses de establecerse en España. Aunque algunos
usuarios utilizaban antes las matrices internacionales. Twitter brillaba
esplendoroso. Noticias al punto, conversaciones ágiles, la creatividad a
la que obligaban los 140 caracteres, los contactos, los FF de los
viernes para recomendar a quién seguir, los nuevos amigos. Después
vinieron las imágenes y hasta los anuncios. Y el uso fraudulento de los
datos en todas las Redes a las que entregamos nuestra privacidad para
ser utilizada en negocios comerciales y políticos.
Y llegaron las tribus de trolls, haters, y hasta bots pagados para infectar de discordia y de fake news la Red –a ver si acallan y echan a quienes siguen aportando contenidos, especialmente si son críticos con el poder más rastrero–
y a la propia sociedad. Hay otras Redes, nació WhatsAPP hija de
Facebook para conectar y enturbiar casi a partes iguales, pero no
alcanzan el nivel de las plagas de mosquito tigre en Twitter que logran
ocultar el sol. Así la verdad no luce, le cuesta lucir. Y de eso se
trata, es lo que buscan.
En esas coordenadas, al hilo
de los orígenes en crisis y de lo que viene fluyendo por los ríos de las
redes sociales se han ido produciendo cambios de enorme entidad. En la
información, en la forma de relacionarnos, en la sociedad. En la
economía que acrecienta las desigualdades y en la política que así lo
guía, mientras muchos ciudadanos, aturdidos por luces tóxicas, ni se
enteran.
Por ahí transita la multiplicidad de partidos
a los que la sociedad llamó ante el fallo de la política que no le daba
respuestas. La complejidad del momento presente. La información veraz y
la interesada, con los interruptores adecuados que no terminan de
encontrar numerosos usuarios. La suprema desfachatez de la corrupción
política que luce y luce deslumbrando a los idiotas. No tienen un final
programado porque se alimentan de todo el engranaje.
Los
finales de año se prestan a los balances y a ponerles el punto del
adiós; el cierre de carpeta, al menos. Si dañan, inmejorable, pero son
precisamente los que más resisten como el mal virus. Mi espejo
neoyorquino, en cambio, ha llegado a su final después de una trayectoria
muy útil, hasta reconfortante, como símbolo de resistencia. Todavía
mantienen la luz los neones, aunque se apagan por el fallo del
interruptor viejo, y el espejo impoluto no conoce el azogue. He tirado
incontables veces objetos deteriorados y no sé por qué, me cuesta
hacerlo con él.
(*) Periodista
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