En Murcia, entre los categóricos 'sí' y
'no' hay un término intermedio no registrado por la RAE: 'palabricas'.
Cuando alguien te da 'palabricas' tú crees que estás a punto del sí,
pero poco tiempo después descubres que era un anticipo del no. Es así
siempre y nunca al revés. Y parece mentira que siendo esto un hecho
predeterminado reincidamos una y otra vez en la esperanza de que la
cuestión que nos atañe cambiará tan arraigado paradigma.
Llevar
a alguien en palabricas significa quitártelo de encima con buenos
modos, darle largas, esperar a que se aburra y cambie de objetivo,
intentar aplacar durante un tiempo una situación tensa, convertir a un
demandante en activista de la desmovilización mientras convence a los
suyos de que es preciso un periodo de espera hasta el sí, pero siempre
es, al fin, no. Es una práctica probada en la política regional: la
patada hacia adelante, el 'estamos trabajando en ello', el 'estoy tan
interesado como tú en que esto se resuelva', etc.
Me ha producido una enorme ternura
volver a leer, tras su redifusión ahora en redes sociales, la carta que
en el verano de 2012 remitió el director de Anse, Pedro García, al
entonces presidente de la Comunidad, Ramón Luis Valcárcel, en la que en
términos muy duros lo acusaba de un larguísimo listado de
incumplimientos de su Gobierno en relación al Mar Menor.
Merece
la pena reproducir el párrafo que me hizo soltar la carcajada: «Ha
pasado ya más de una década [febrero de 2006] de aquella entrevista en
la que usted anunció a Anse y a la sociedad murciana a través de los
medios de comunicación que la Comunidad Autónoma aprobaría con urgencia
el Plan de Ordenación de Recursos Naturales de los Espacios Abiertos del
Mar Menor. También recordará que levantó usted el teléfono y dio
instrucciones al consejero Antonio Cerdá para que acelerase los trámites
para aprobar dicho documento, esencial para dotar de medidas de
protección a los espacios naturales de la ribera de la mayor laguna
litoral española».
Me estoy
imaginando la escena. García y Valcárcel en el salón de los sillones
blancos, la antecámara del despacho presidencial. El director de Anse
exponiendo sus razones, y el presidente escuchándolo con grave atención,
muy probablemente cabeceando de manera aprobatoria. Y, de pronto, para
reforzar su conformidad y compromiso, toma el teléfono y llama a Cerdá
en presencia del visitante. Le transmite algo así: «Querido Antonio,
estoy con Pedro García, y lo que dice este muchacho es muy razonable.
Sería conveniente que te pusieras ahora mismo a trabajar en el Plan de
Ordenación de Recursos Naturales que, como sabes, es una prioridad para
este presidente». Lo estoy oyendo.
Lo que no sabe Pedro García
es que ese teatrillo se lo hacía a todos. Valcárcel nunca decía no.
Daba la razón a todo el mundo. Era el presidente Zeling. Durante años me
llegaban intermitentemente testimonios como el de García: «Me
entrevisté con el presidente y en mi presencia llamó al alcalde Cámara y
lo puso firme», o «llamó ante mí al consejero Tal y le dijo que se
pusiera manos a la obra»...
Lo
contaban, tiempo después de constatar que nadie tomaba decisiones,
asombrados de que los subordinados no hicieran caso al Todopoderoso.
Estas cantinelas recordaban a aquellos que, en tiempos de Franco,
frustrados por el desdén de alguno de sus ministros, se quejaban: «Ay,
si el Caudillo estuviera enterado de esto». Era legítimo sospechar, en
el caso de Valcárcel, que fingía las llamadas (¿quién no lo ha hecho
alguna vez para evitar a algún pelmazo?) o tenía convenida alguna
palabra clave con sus consejeros y alcaldes para que distinguieran las
encomiendas falsas de las verdaderas.
Es
la historia de estos veinticinco años de Gobierno del PP, hasta ayer
mismo. Nunca decir no y nunca hacer algo. El no hacer ha significado que
los agresores del Mar Menor han tenido manga ancha. El Gobierno popular
hizo sus cuentas desde el principio: ¿qué me dan las ecologistas y los
buenistas? Nada, ni un voto. Su mercado electoral estaba en otro lado, y
el Mar Menor lo aguantaba todo. Su pátina azul, esa plata calma de los
atardeceres, esos horizontes tan cercanos y esos veleros al fondo como
de acuarela han venido siendo un espectáculo tranquilizador. Mientras
tanto, las filtraciones tóxicas, los desagües vitriólicos y la presión
cada vez más despiadada de un entorno depredador iban creando, al fondo
de la laguna, un infierno dantesco que alguna vez tendría que emerger a
la superficie.
Las autoridades estaban advertidas,
pero el estamento gubernamental de esta Región es ultradependiente de
los poderes económicos hasta el punto de confluir en la complicidad. Tan
a la vista está, que ahora vemos que las corporaciones agrícolas más
expansivas, que han bordeado las playas del Mar Menor devorando miles de
hectáreas de terreno protector, anuncian que se retirarán del litoral a
una distancia prudencial. Es la hora del 'mañana por ti' después de
tantos años del 'hoy por mí'.
Si
el Gobierno del PP ha favorecido hasta ahora la agricultura expansiva
contaminante, una vez que ese sector ve en riesgo la estabilidad
política futura de quienes la beneficia, acude a descargar tensión, es
decir, esta vez la agricultura expansiva viene a ayudar con un gesto
formal a sus impulsores políticos en un trance difícil. Vale, nos hemos
pasado de la raya; retrocederemos hasta que todo vuelva a su ser.
Es
un ademán, más bien provisional y retórico, que tiene dos fundamentos:
uno, ya digo, aliviar al Gobierno al que tanto deben, y dos, tratar de
que la autorregulación sea suficiente y sirva de muro de contención a
una legislación más estricta y exigente que inevitablemente debiera
venir. Seguimos, pues, en el capítulo de las palabricas.
Hace tiempo que sabemos
que el desarrollismo se acaba rebelando contra el desarrollo hasta
extinguirlo y que la barra libre del urbanismo, pretextada para atraer
el turismo, se resuelve espantándolo. Está en los libros, y ahora,
después del boom, en la experiencia próxima.
El
propio presidente de la Comunidad autónoma descubrió el pasado domingo,
en un discurso agitado, que mientras él hablaba la rambla del Albujón
estaba arrojando un porrón de piscinas olímpicas de aguas residuales al
Mar Menor, cosa que hasta ese momento no parecía preocuparle lo más
mínimo, y aseguró que si el Gobierno central le transfiriera la
competencia para impedirlo, resolvería el problema en unos días, como si
no tuviera todas las de medio ambiente. Prueba de la política turulata
de este Gobierno en relación al Mar Menor es que, el 12 de octubre,
López Miras estaba dispuesto a ceder toda la gestión al Gobierno del
Estado, y una semana después lo quería sustituir. No hay quien los
entienda.
Frente a ese
establecimiento impermeable político-económico hay un amplio, aunque
ignorado, segmento de la sociedad civil que viene alertando sobre la
situación agónica de la laguna, detectando sus causas y proponiendo
soluciones, y es con frecuencia estigmatizado desde el poder político
como partidista o apocalíptico. El colectivo Pacto por el Mar Menor
había organizado la manifestación del día 30 antes del triste
espectáculo del 12 de octubre. Se supone que, de no haberse producido
éste, la convocatoria habría quedado en una de tantas de las que han
sido ignoradas.
Sin embargo, la
convulsión social por las imágenes que desvelan de manera expresiva el
deterioro del Mar Menor han provocado una considerable expectación
alrededor de este acontecimiento. El lema, «Por un Mar Menor con
futuro», es tan genérico que podría resultar inclusivo hasta para
quienes han contribuido al deterioro, pero lo importante es que aquí
todo el mundo sabe sobre qué tipo de políticas recaen las
responsabilidades.
La
manifestación promete ser masiva, pero ya sabemos que esto no es
suficiente para cambiar el rumbo de la política: en el caso de la
Plataforma Prosoterramiento del Ave no bastaron las 50.000 personas que
acudieron a la llamada para que el Gobierno regional dejara de predicar
la llegada en superficie, que solo pudo ser evitada por el cambio de
signo del Gobierno central.
Esta vez, con el Mar Menor en juego, nadie
puede quedarse en casa. Es preciso que ciertos políticos sepan que a la
gente le interesa lo público y que ya está bien de palabricas.
(*) Columnista
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