Diez días después de la cumbre del G-7 en Biarritz, Matteo
Salvini se halla fuera del Gobierno italiano, Boris Jonhson ha perdido
el control del Parlamento británico, y Pedro Sánchez ya lo tiene todo
preparado para repetir elecciones en España.
El desorden europeo se está
intentando reajustar, mientras se encienden las luces de alarma en el
tablero de los indicadores económicos. Sin duda alguna, la reunión
celebrada en Biarritz entre los días 24 y 26 de agosto fue importante.
Biarritz no es Yalta, evidentemente. En la ciudad balnearia
vasco-francesa no se ha pactado un nuevo reparto de zonas de influencia
en Europa, como ocurrió en 1945 en la bella localidad balnearia de la
península de Crimea, a orillas del Mar Negro.
Todo parece indicar que en Biarritz los países más
poderosos del bloque occidental han ajustado guiones sin zanjar
discrepancias. El eficiente servicio exterior francés preparó a
conciencia la reunión, para mayor gloria de Emmanuel Macron,que se
consagra como principal líder político de la Unión Europa ante el
gradual eclipse de Angela Merkel, en el tramo final de su carrera.
Con
todas sus contradicciones sociales a cuestas, Francia intenta tomar la
iniciativa, mientras Alemania busca nuevos equilibrios internos, al
borde de la recesión económica. La política es un frenético tobogán. En
invierno, la canciller alemana agarraba con firmeza el timón europeo,
mientras el presidente de la República francesa era asediado por el
movimiento de los gillets jaunes.
Seis meses después, Macron vuelve a brillar. El presidente
francés se erige en el principal interlocutor europeo de Donald Trump,
cuyo equipo también parece dispuesto a ajustar algunos guiones, sin
renunciar a su lenguaje y a su desprecio por la superestructura
comunitaria europea. (El “consorcio”, dicen).
En Biarritz, el presidente de Estados Unidos bendijo los
esfuerzos del abogado Giuseppe Conte para mantenerse al frente del
Gobierno italiano y dejó caer estrepitosamente a Salvini, aparentemente
su más fervoroso aliado en Europa. La puntilla de la Casa Blanca al
líder de la derecha populista italiana era algo imposible de imaginar
antes de las elecciones europeas de junio, cuando Salvini coqueteaba con
Steve Bannon, antiguo jefe de estrategia de Trump, e intentaba formar
una liga de todos los partidos y movimientos europeo contrarios al poder
de Bruselas.
Consiguió un buen resultado en Italia, pero no logró
encabezar una minoría de bloqueo en el Parlamento Europeo. Ahí empezó su
caída en desgracia. Se estaba enfrentando a demasiada gente a la vez,
incluido el Papa de Roma. Washington le ha hecho pagar su descarado
doble juego con Moscú. El resto del trabajo lo ha hecho la Constitución
antifascista italiana de 1947.
Boris Johnson salió de Biarritz convencido del pleno apoyo
norteamericano a su aventura. Llegó a Londres y ordenó el bloqueo del
Parlamento, mientras los disidentes del Partido Conservador excavaban un
túnel debajo de Westminster para escapar hacia el Támesis. Los
diputados británicos aprobaron ayer, en primera lectura, una ley que
impide un Brexit sin acuerdo. Efectivamente, los guiones se están
reajustando.
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