lunes, 16 de septiembre de 2019

A jugar otra vez / Antón Losada *

La noche del 28A millones de votantes progresistas se fueron a la cama contentos porque había ganado la izquierda, seguros de que solo podía gobernar esa misma izquierda y confiados en que sería fácil llegar a un acuerdo para un gobierno de izquierdas, como se les había prometido en la campaña y demostrado con la moción de censura. 

La otra cara de la moneda la daban millones de votantes conservadores, que se fueron a dormir resignados ante la perspectiva inevitable de cuatro años de gobierno progresista. 

Tanto el PSOE como Unidas Podemos tuvieron especial cuidado en no hacer o decir algo que empeorase tales percepciones hasta las elecciones municipales y autonómicas del 26M. Mientras, nos contaban que no empezaban a negociar porque, al parecer, los dirigentes progresistas no saben hacer dos cosas a la vez; una excusa que hoy suena más bien a coartada.

Fue elegir alcaldías y autonomías y empezar los problemas. Se desencadenó, de manera casi inmediata, esta exuberancia irracional de la desconfianza que va a terminar, si alguien no lo remedia, en una última semana que más parece la enésima entrega de una de esas franquicias de serie B que se presentan con ínfulas de superproducción: los actores son malos, los efectos especiales cantan a kilómetros, las escenas de acción son tan largas como cutres y los diálogos parecen sacados de una función de bachillerato.

Luego de pasarnos meses hablando del Juego del Cobarde y especular con quién frenaría primero para no estamparse barranco abajo, volvemos a los orígenes: el viejo y clásico Dilema del prisionero, donde el problema reside en que los jugadores creen que el otro se aproveche de tu actitud cooperativa preocupa más que acabar desnucado en el fondo del barranco.

Según las encuestas publicadas hasta hoy, uno de cada diez votantes ya declara abiertamente que no irá a votar. Es el doble de cuantos lo habían anunciado en anteriores elecciones. Solo dos de cada diez votantes de izquierdas quieren volver a las urnas. En cambio, seis de cada diez electores conservadores lo están deseando. Si en algo están de acuerdo todos los sondeos es en detectar cansancio, decepción e irritación. Y es fácil entenderlo.

Imaginen que, en vez de unas elecciones, estuviéramos hablando de una final de la Champions y a los seguidores de los equipos ganador y perdedor les dijeran, meses después, que hay que volver a disputar la final porque el campeón nos sabe qué hacer con la copa y ha renunciado al titulo. Los aficionados del equipo al cual le regalan la segunda oportunidad pagarían la entrada encantados. A los aficionados que ya habían ganado el título les va a costar entender la necesidad o la conveniencia de volver a disputarlo; aún más la obligación de volver a pagar la entrada.


(*) Periodista y profesor


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