La Unión Europea nació inspirándose en "la herencia cultural,
religiosa y humanista de Europa, a partir de la cual se han desarrollado
los valores universales de los derechos inviolables e inalienables de
la persona, así como la libertad, la democracia, la igualdad y el estado
de derecho".
El drama que se vive (y se muere) en el Mediterráneo y que
ha puesto al descubierto la ONG catalana Proactiva Open Arms es la prueba más evidente de la decadencia moral que afecta al Viejo Continente.
Parecerá una nostalgia absurda, pero la Guerra Fría, con todas sus
miserias, al menos teóricamente, planteaba un conflicto de valores
prioritarios: unos, la libertad; los otros, la igualdad. Ya sabemos que
ni Kissinger tenía ningún interés por la libertad de los chilenos, ni Breznev
hizo nada para que los campesinos rusos no pasaran hambre.
Sin embargo,
del dilema entre libertad e igualdad, en Europa surgieron una
democracia cristiana y una socialdemocracia que procuraban combinar los
dos valores. Europa tuvo desde un buen principio líderes morales, como
los padres fundadores, Konrad Adenauer, Jean Monnet, Robert Schuman, Alcide de Gasperi y también Charles de Gaulle y Winston Churchill... Y más adelante Willy Brandt, Aldo Moro, Olof Palme...
Resulta francamente difícil encontrar en la Europa de hoy líderes morales homologables, mientras que Donald Trump y Vladimir Putin
han creado una nueva escuela de líderes globales orgullosos de actuar
siempre sin escrúpulos morales y muy especialmente contra los sectores
más vulnerables y desfavorecidos.
En Europa, como en Estados Unidos, la inmigración masiva de personas
procedentes de países subdesarrollados o en conflicto se ha convertido
en un desafío que las fuerzas reaccionarias utilizan para sacar provecho
político. Y resulta que las fuerzas supuestamente progresistas,
asustadas por el rédito electoral que da la xenofobia, en vez de
enfrentarse y presentar propuestas y discursos alternativos, claudican
y, salvo algún gesto propagandístico, acaban aplicando los criterios más
restrictivos.
Ciertamente, la magnitud del fenómeno de tanta gente que huye de su
casa porque no tiene otra alternativa para sobrevivir, requiere una
gestión regulada pero solidaria. Hay quien, seguramente de buena fe,
pretende distinguir entre inmigrantes y refugiados, pero hemos llegado a
un punto que hace casi imposible distinguir entre los que huyen de la
guerra, de la persecución o de la miseria.
De hecho, todos buscan
refugio y Estados que se definen como democráticos deben responder de
acuerdo con los "valores universales de los derechos inviolables e
inalienables de la persona" tal como afirma desde el principio el
tratado de la Unión Europea.
Ahora bien, una cuestión es qué hacer con los que vienen "de fuera".
Y "de fuera", que ya es un concepto bastante subjetivo, llegan por
todas partes, también por los aeropuertos o atravesando fronteras
terrestres. Esto es muy importante pero no tiene nada que ver con
la situación de los que están en el mar a punto de ahogarse. Esto es
una cuestión estrictamente humanitaria de vida o muerte.
Aquí no cuenta
quiénes son ni de dónde vienen. Aquí lo que procede es aplicar el deber de socorro.
Todos los países tienen tipificado como delito la omisión del deber de
socorro. El artículo 195 del código penal español prevé que "quien no
socorra una persona que se encuentre desamparada y en peligro manifiesto
y grave, cuando pueda hacerlo sin riesgo propio ni de terceros, será
castigado con la pena de multa de tres a doce meses". El código francés
prevé penas de hasta 7 años de prisión. El alemán, hasta 10. El italiano
duplica la pena por no socorrer en caso de muerte o lesiones graves.
No hace falta decir que si cualquier crucero de los que atraviesan el
Mediterráneo tuviera un accidente que pusiera en peligro la vida de los
pasajeros inmediatamente se pondría en marcha una operación de
salvamento.
El deber de socorro es inherente a la solidaridad humana,
y la solidaridad humana es un valor universal que no permite distinguir
entre unas personas u otras. Las consecuencia que pueda tener el
salvamento, el efecto llamada, la promoción de las mafias..., todo es
secundario porque el único hecho irreversible es la muerte.
Cuando los
gobernantes y líderes políticos se oponen a las tareas de rescate de Open Arms,
están diciendo que es mejor que los náufragos de las pateras se ahoguen
y que su muerte disuada a sus compatriotas de intentarlo a
continuación.
Cuando Estados democráticos de Europa se niegan a aplicar el deber de
socorro o ante la tragedia humanitaria miran hacia otro lado, cuando
los que intentan salvar vidas se llaman significativamente
organizaciones no gubernamentales que deben enfrentarse a los gobiernos para ejercer el deber de socorro, podemos
llegar a la conclusión de que ahora para gobernar, para los
gobernantes, los valores se han convertido un estorbo.
Dicho de otro
modo, nos gobierna mala gente.
(*) Periodista y ex corresponsal en Washington
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