Que estos últimos años vivimos una auténtica ola de despoblamiento rural
ya no lo cuestiona nadie; de hecho, en los últimos meses ha saltado a
la agenda pública gracias a la reacción de los movimientos sociales en
defensa de un mundo rural vivo.
Este despoblamiento ha sido el resultado de décadas de una política
agraria que ha abandonado la agricultura y ganadería de pequeña escala y
que ha otorgado un inmenso poder a los grandes oligopolios, que controlan los insumos del sector agrario, energía, fertilizantes, piensos, semillas y la distribución alimentaria.
Lo que tenemos consecuencia de ello –y no podía ser de otra manera– no es un despoblamiento rural genérico, sino una desaparición de las personas que se dedican a la agricultura y ganadería familiar y de pequeña escala,
justamente las que han mantenido la vida en nuestros pueblos y la
gestión del territorio. La última encuesta de la UE dice que entre los
años 2003 y 2013 España ha perdido un 13, 4% de las explotaciones, y que
la población activa en el sector primario está en el 3%, la gran parte
por encima de los cincuenta años.
Sin embargo, la misma encuesta también
dice que la superficie dedicada a la agricultura se mantuvo casi
estable durante el período 2003-2013; la disminución en el número de
explotaciones implica un aumento significativo de concentración agraria:
es decir, menos fincas y cada vez más grandes. Y no solo eso, sino que estas fincas y explotaciones están en un proceso en el que están pasando a ser gestionadas por sociedades mercantiles y fondos de inversión.
Sin embargo, paradójicamente, a la vez que nos dicen que el campo no
tiene futuro, que no se puede vivir de él y que por eso la gente debe
emigrar, vemos que la inversión en agricultura es una megatendencia a
nivel mundial, con rentabilidades muy superiores a otros sectores
productivos, y además con una volatilidad mucho menor y con una
perspectiva al alza a medio plazo.
Entre otras cosas porque cada vez hay
más millones de personas que alimentar. Sin ir más lejos, las cifras
estatales son apabullantes: por ejemplo, en agricultura, el valor de la
producción, según datos del Ministerio de agricultura, ha crecido de
26.148 a 29.031 millones de euros en los últimos diez años; y además
España se ha convertido en estos últimos años en el tercer productor
mundial de cerdo y en el tercer exportador mundial.
El proceso de transformación agraria está en marcha; se trata de
apostar por grandes empresas, que acaparen extensiones enormes de
tierra, muy capitalizadas, altamente ligadas a la gran
industria alimentaria y a los mercados globales para la exportación.
Pero, para eso, necesitan acabar con la agricultura y ganadería familiar
y de pequeña escala y sustituirla por asalariados. Los agricultores y
agricultoras, dicho en otras palabras, sobran.
Estos movimientos de fondos y grandes empresas que integran toda la
cadena de producción amenazan con transformar nuestro sistema agrario y
acabar con la vida de nuestros pueblos; por lo que Europa pasaría de ser
una agricultura basada mayoritariamente en pequeños y medianos
agricultores a otra, altamente industrializada, sin ellos.
Para que este
proceso tenga lugar, necesitan que se vayan ya, que los más viejos les
malvendan sus tierras y evitar el relevo generacional, porque es ahí
dónde está el meollo del asunto, el control de la tierra y los escasos
recursos hídricos.
Pero no os equivoquéis: en este modelo de agricultura extractivista,
hay algunos pocos que ganan, pero en realidad va en sentido contrario
hacia lo que no solo reclamamos organizaciones y movimientos sociales,
sino instituciones internaciones como la FAO, que es reclamar la importancia crucial de la agricultura de pequeña escala,
ligada al comercio local, como antídoto contra procesos dramáticos como
la crisis climática, el despoblamiento rural, el hambre o el avance de
las enfermedades ligadas al alto consumo de alimentos procesados y
altamente industrializados.
No podemos hablar de un proceso de despoblamiento, sino de expulsión.
(*) Director de Justicia Alimentaria
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