Hoy comienza este esperpento judicial en
un clima de conmoción política exacerbada. La gran concentración patria
con la que las derechas pensaban arropar a sus jueces en la dura tarea
de impartir justicia al enemigo quedó en una lamentable verbena.
Por
eso, precisamente, ha dejado aislado a su destacamento de vanguardia en
la judicatura que ahora ha de llevar adelante la tarea de condenar
jurídicamente comportamientos políticos perfectamente legales. No existe
el fervoroso apoyo popular con que los jueces contaban.
Lo
que sí hay es un grado insólito de atención mediática, tanto española
como catalana y de numerosísimos otros países. Cientos de periodistas
acreditados. Y el tribunal se niega a reconocer los observadores
internacionales, a dar facilidades a los medios y el ministerio del
Interior prohíbe el acceso a las televisiones. Cuanto más quieren tapar
esta ignominia, más se revela como lo que es: una ignominia.
Ninguna
norma justa puede autorizar a alguien a ser juez y parte. Y eso es lo
que hay aquí, en donde unos jueces que deben su existencia a la del
Estado español, en cuyo nombre administran justicia, han de juzgar a
quienes quieren dejar ser parte de ese Estado, no por la violencia, sino
pacífica y democráticamente, como se disuelve cualquier otra
asociación. A quienes aspiran a separarse de ese Estado en cuyo nombre
ellos administran su justicia. No es justicia. Es injusticia.
En
primera fila estarán el presidente de la Generalitat y el del
Parlament, los otros dos poderes catalanes. Su presencia hace patente
que en esa sala se juzga una ideología, un programa político y hasta
unas instituciones.
Ante tamaño desatino, les pequeñeces y triquiñuelas
para tratar de endosar a los acusados delitos del código penal, quedan
reducidas a trucos baratos. Los independentistas llegan dispuestos a
convertir el juicio en una plataforma con una proyección mundial
inaudita. Como, además, entre sesión y sesión, la sociedad catalana
estará en movilización permanente, aquí tenemos unos meses por delante
en los que puede pasar cualquier cosa.
Parece
mentira que los gobernantes, estos y los anteriores, movidos todos por
los mismos prejuicios, hayan sido incapaces de calibrar la crisis que
estaban desatando con su absurda negativa por principio y al principio a
tratar la autodeterminación. Y ahí sigue el actual, como buen
empecinado. Los da la tierra.
Catalunya
hizo caer el gobierno Rajoy y Catalunya está a punto de hacer caer el
gobierno Sánchez. La tensión se resuelve hoy mismo. Si el socialista
sigue cerrado en banda a hablar de autodeterminación, no habrá PGE y,
sin PGE, con los jabalíes de la derecha atacando sin tregua, tendrá que
convocar elecciones. Puede hacerlo, ahora que ve que no es tan fiera la
fiera como se pinta a sí misma y que el PSOE lleva las de ganar en
condiciones óptimas, con un compañero de sidecar, Podemos.
Pero
a los efectos catalanes, esto es irrelevante. El planteamiento de Torra
es un planteamiento político. Y sumamente razonable. Una política de
negociación clara y abierta debiera tener un apoyo parlamentario
razonable en España. Y, caso de que este fallara, por deserciones
unionistas en el PSOE o Podemos, esa política de negociación sería la
que habría de someterse a juicio del electorado.
Tengo
para mí que el resultado permitiría consolidar la negociación y hasta
acabar con la vergüenza de esta persecución político-judicial. Puede
resultar una visión optimista, pero está blindada por la seguridad de
que el procés sigue adelante con independencia de lo que suceda en el
país vecino. Que sigue adelante con presas y exiliados políticos.
Que
sigue adelante, incluso frente a un incremento de la represión de un
hipotético gobierno de concentración nacional inspirado por la derecha.
En peores situaciones nos hemos visto.
Ese
seguir adelante es un compromiso que ha calado hondo en la sociedad
catalana, porque viene de muy atrás; que ha calado en esta generación y
en las siguientes. Y no tiene vuelta atrás.
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED
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