En un par o tres de semanas, las presas y presos políticos serán
trasladados a Madrid para el juicio del 1-O que se celebrará en el
Tribunal Supremo. Desde hace algunos días, y mucho más a partir de
ahora, la planificación del viaje, el retorno a una prisión madrileña y
la preparación del juicio con sus letrados ocupa buena parte de las
horas de las nueve personas privadas de libertad por el Supremo.
Hace ya
tiempo que en las prisiones se decidió que llevarían a cabo una defensa
política de su actuación y que, en buena medida, el Tribunal Supremo
era un trámite porque la decisión viene predeterminada desde hace muchos
meses. De hecho, desde el inicio de la instrucción.
Será Europa la que dictamine en última instancia y cabe pensar que la
justicia europea corregirá los muchos disparates que en Barcelona y
Madrid se han cometido. Pero para eso falta mucho tiempo. El juicio ha
de servir para poner al descubierto las mentiras en que se sustenta toda
la causa.
Se juzgan unos hechos pasados que han sido reescritos para
que todas las piezas del puzle encajen, pero es importante que haya una
mirada hacia delante. La actitud de los nueve presos ha de ser la
palanca que retrate las insuficiencias de la democracia española.
Se pone poco el acento en el hecho de que el PP, Cs y Vox hayan
resuelto en poco tiempo la nueva mayoría política que ha de gobernar
Andalucía en los próximos años. Primero fue Cs el que se hizo con el
discurso del PP y ahora ha sido Vox el que se ha hecho con el discurso
del PP y Cs.
Lo que en Europa escandaliza por la emergencia de los
partidos de extrema derecha en España se solventa entre el aplauso
generalizado del centro y la derecha. Es obvio que el franquismo no se
había ido, sino que permanecía aletargado.
El juicio del 1-O también debe cuestionar esta España, ya que, en el
fondo, un hilo invisible pero muy real quiere volver al blanco y negro.
Pactar en estas condiciones es irse muy atrás. Y hay que decirlo así
antes de que sea demasiado tarde.
(*) Periodista y ex director de La Vanguardia
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