Permitir que la memoria sustituya a la historia es peligroso. Sus
manifestaciones son inevitablemente parciales; quienes las elaboran se
ven antes o después obligados a contar verdades a medias o incluso
mentiras descaradas.
La pasada Semana Santa se precipitaron los acontecimientos sobre el
proceso catalán, que empieza a ofrecer algunos ribetes de violencia sin
que nadie haga nada para impedirlos como no sea enviar a la fuerza
pública contra la partida de la porra. La consecuencia es un deterioro
institucional y un clamoroso fracaso del Gobierno de Mariano Rajoy,
parapetado en las resoluciones judiciales y sin nada que ofrecer a la
disidencia anticonstitucional.
A lo que se enfrenta el poder político en
Cataluña es a una auténtica insurrección popular que cuenta con el aval
de los votos de la mitad de su población. Y aun si logra ser sofocada
por la acción de la justicia, el problema de fondo permanecerá, pues no
es otro que la desafección de un considerable número de ciudadanos
respecto al sistema político emanado de la Transición.
Está fuera de dudas la responsabilidad criminal de los sediciosos,
principales culpables del caos creciente por el que se desliza la
sociedad catalana. Pero ninguna represión bastará para devolver la
confianza y la normalidad si no va acompañada, y aun precedida, de
medidas políticas que ayuden a restaurar la convivencia. Visto lo visto,
no estaría de más un acto de contrición del presidente del Gobierno y
su equipo respecto a los abultados errores que han cometido durante los
últimos años en el tratamiento de la crisis territorial y sus aledaños.
Como no es de esperar que algo así se produzca, cada vez caben menos
dudas de que este asunto es mucho toro para semejantes novilleros de la
política acostumbrados, como tantos profesionales de la lidia, a hablar
más de las pesetas que del arte.
Es difícil imaginar, por mucho que crezca el producto interior bruto,
que Rajoy tenga un programa serio y coherente para restablecer la
normalidad democrática en Cataluña, cuyo inestable panorama amenaza con
contagiar al resto del país. Más bien parece que sectores cada vez más
amplios de los votantes del PP consideran la crisis actual una
oportunidad para reforzar los sentimientos de charanga y pandereta en el
resto de España.
El reflujo hacia un nuevo centralismo es cada vez más
preocupante y, esperpento sobre esperpento, el nacional-catolicismo ha
puesto las banderas de la tropa a media asta quizás ávido de
preguntarse, como Hemingway, por quién doblan las campanas. El llamado
régimen del 78, próximo a cumplir los cuarenta años, se encuentra
amenazado no solo por la revuelta de los independentistas y el alboroto
de los indignados, sino por el menosprecio de las instituciones que
tirios y troyanos, también el partido gobernante, se esfuerzan en
demostrar.
No hace falta insistir sobre el destrozo generado en el sistema de
autogobierno de Cataluña, en su Parlamento y en la Alcaldía de
Barcelona, por las insidias del separatismo y la deriva demagógica que
se ha adueñado de gran parte de los escaños en ambas organizaciones.
Más
preocupante es sin embargo contemplar la erosión institucional de todo
el sistema, de la que es principal responsable la indigencia y el pasmo
del Gobierno, incapaz de tomar una sola iniciativa política, delegando
hasta el absurdo sus responsabilidades en el aparato judicial, a cuyo
desprestigio ha contribuido mediante la transformación aberrante del
Tribunal Constitucional en un órgano jurisdiccional más.
La desgana e
impericia del Gobierno es, por lo demás, la única responsable del
fracaso de sus gestiones diplomáticas para explicar convincentemente
fuera de nuestro país los sucesos de Cataluña y de la ausencia de sus
argumentos en las páginas de los medios de referencia internacional más
respetados.
Causa y consecuencia de dicho deterioro institucional es el recurso
cada vez más frecuente a la ocupación de la calle como único medio que
encuentran los ciudadanos de hacerse oír. Los intentos de sustituir la
democracia representativa por la asamblearia, la ensoñación populista
agitada en las redes sociales, no han hecho sino comenzar, mientras
asistimos al pasmo de la llamada vieja política, la crisis de los
partidos y la sustitución del debate parlamentario por una auténtica
jauría de tertulianos.
En este totum revolutum en el que
algunos quieren descubrir por fin, para nuestra desgracia, la auténtica
faz de la España de siempre, un reino de capirotes y enfrentamientos que
se agita y conmueve en nombre de las identidades de todo tipo, el
retorno al pasado se ha convertido en auténtica fuga hacia delante de
gobernantes y líderes.
Comisiones de la Verdad, analistas de la Memoria histórica, nostalgias de la Cataluña feudal, disputas sobre la Guerra
Civil, mixtificaciones de la Transición, enfrentan de nuevo a los
representantes de nuestros conciudadanos, empeñados unos ahora en
denunciar el terror de las checas y otros en emular el heroísmo de
quienes entonaban en el Madrid asediado el No pasarán. Cuando quien de manera singular encarnó ese eslogan, Dolores Ibárruri, La Pasionaria,
fue precisamente la presidenta de la mesa de edad del parlamento que
inició los trabajos constituyentes de nuestra actual democracia.
Detrás de esta España identitaria, empeñada en volcarse en su memoria
y mirarse al ombligo desde la izquierda y la derecha, pervive amenazada
la España de la idea, la de la Ilustración recuperada, el trabajo y la
investigación. La España de los ciudadanos del siglo XXI, cosmopolitas y
europeos, cada vez más ajenos al barullo barroco y enfermizo que día
tras día pretende doblegarles en nombre de tantos pasados irredentos que
nunca han de volver. Y no deben hacerlo.
La única condición para ello
es que los gobernantes trabajen por unir a los ciudadanos en un proyecto
sugestivo de vida en común, para utilizar las palabras de Ortega: un
objetivo común y un destino común. Exactamente lo contrario de lo que ha
hecho Puigdemont, cuya histeria política ha fragmentado Cataluña y
enfrentado a los catalanes entre sí.
Pero bien distinto también de la
gestión de Mariano Rajoy, sin más programa que ofrecer, ante un problema
político de considerables proporciones, que la aplicación del Código
Penal. Condición desde luego necesaria, pero absolutamente insuficiente
para garantizar el futuro de nuestra democracia.
(*) Periodista, presidente de El País y miembro de la Real Academia Española
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