En España la política se
ha acabado. No hay más que juegos de manos que no engañan a nadie ni
llevan a nada. Y campaña electoral. Permanente, la misma que desde hace
años. Todo lo demás está paralizado. En primer lugar, la actividad
parlamentaria y el presupuesto, dos pilares básicos del funcionamiento
del sistema.
Luego el debate, político, sobre el sistema autonómico y su
financiación, sobre las pensiones, sobre los graves problemas de la
economía y el modelo económico y sobre muchas cosas más. Todo está
parado y sin viso alguno de que se mueva algún día. Porque el problema
es de fondo y solo se aliviará si empiezan a aplicarse soluciones de
fondo. En el terreno de la política, por supuesto.
Cuando hace cinco años Podemos entró en la escena como un rayo que lo
conmovió todo, analistas de variopintos colores concluyeron que se había
iniciado el principio del fin del bipartidismo, el mecanismo mediante
el cual el PSOE y el PP, aupados sobre la normativa política creada en
la transición, habían monopolizado el poder durante tres décadas. Algo
más tarde, Ciudadanos dio nuevo vigor a esa idea.
Pero ese proceso aún
no ha acabado y mientras no lo haga definitivamente, generando un nuevo
cuadro que hoy por hoy parece impensable, la política española seguirá
bloqueada, incapaz de atender a las demandas de la sociedad y de la
realidad de cada día.
Los dos partidos tradicionales se resisten, y no con
poca fuerza, a asumir el nuevo escenario. Sufren pero aguantan. Sin
futuro, pero con un presente al que no están dispuestos a renunciar. Por
instinto de supervivencia, comprensible cuando se trata de miles de
personas que solo viven de la política y, sobre todo, cuando su
adscripción partidaria es una seña de identidad personal, su razón de
ser social. Pero también porque los nuevos partidos aún están lejos de
consolidarse como alternativa.
La dinámica de Podemos
se ha frenado. Nació para ir a por todas, y cuando lo hizo, ese
planteamiento no era del todo insensato. El sistema hacia agua por todas
partes, la gente estaba harta de los que mandaban o habían mandado, la
crisis económica y social hacía estragos. Luego bajó un tanto la
intensidad de esas cuestiones. Y se produjo una reacción conservadora.
Que fue precaria pero que permitió que tanto el PP como el PSOE capearan
el temporal. Y Podemos tuvo que aflojar el acelerador. Y limitarse a
dar la batalla por la hegemonía en la izquierda.
No
la ganó. Aunque avanzó mucho, hasta posiciones en las que probablemente
se mantendrán durante bastante tiempo, pero se quedó lejos de esa meta.
El PSOE ha aguantado. Sufriendo graves traumas internos, dividido, sin
proyecto, pero siendo aún una referencia para una parte significativa
del electorado. Y firmemente decidido, aunque en algún momento dijera lo
contrario, a no establecer alianza alguna con Podemos, a esperar las
posibilidades de volver al gobierno procedan de otras latitudes, nunca
de un partido que está a su izquierda.
La situación
no es muy distinta en el otro lado del espectro. También el PP ha
aguantado, aunque dejándose en el camino muchos electores y no poco
poder. Y Ciudadanos sigue siendo solo la segunda referencia del
centro-derecha, aun cuando últimamente haya un dado un gran salto hacia
delante en su pugna con los populares. Que es, desde que nació, el punto
principal y determinante de su proyecto político.
Los unos resisten. Los otros siguen atacando, con distinta fortuna según
cada caso y momento. Y mientras esas pugnas no produzcan resultados,
resistir y atacar -el PP y Ciudadanos en un lado, el PSOE y Podemos en
el otro- y no hundirse en esos empeños, concentrarán todas las energías
de los cuatro partidos.
Ningún puente, ningún acuerdo
y, por tanto, ninguna forma de política destinada a atender a los
problemas de España y de los españoles, será posible mientras algo no
cambie en esa guerra que ya dura demasiado. Todo seguirá bloqueado a la
espera de que unas nuevas elecciones digan cómo va la cosa, si hay o no
cambios, si hay vencedores o vencidos.
Y tendremos
que seguir asistiendo al insoportable espectáculo que esos cuatro
actores nos ofrecen desde hace años. A las declaraciones sin contenido, a
las pullas de colegio, a las maniobritas únicamente destinadas a
tocarle las narices al contrario. Y a las encuestas que tantas veces no
aciertan al final.
La crisis catalana es el más claro
ejemplo del desastre a que conduce tanta inanidad. Porque está
rotundamente claro que en un país normal, en el que hubiera una vida
política normal, las cosas nunca habrían llegado al punto en que han
llegado y mucho antes de eso se habría pergeñado una vía que impidiera
la ruptura.
Hoy, cuando la situación parece que ya no
tiene arreglo, que solo puede ir a peor, produce melancolía recordar
esas oportunidades perdidas. Y no solo porque Rajoy fuera incapaz
siquiera de imaginárselas, sino, en parte, también por culpa de los
demás. ¿O es que el PSOE, o incluso Podemos, no pudieron en su momento
jugarse unos votos proponiendo a los otros partidos españoles un acuerdo
aceptable por todos ellos para ofrecer una negociación a los
independentistas antes de que fuera demasiado tarde? No, porque todos
ellos estaban en otras cosas, en su campaña electoral, o incluso
esperando que la crisis catalana les beneficiara en ese camino. Y,
matices aparte, ahí siguen.
Hoy esa crisis ha dejado
de ocupar las primeras, a las que sólo vuelve cuando a alguna de las
partes se le ocurre alguna estúpida iniciativa, como la que acaba de
tener el PP contra el modelo de enseñanza catalán, que nunca llegará a
concretarse. Y lo que mandan son los procesos por corrupción. Que tienen
morbo, sí. Que pueden hacerle perder más votos a un PP que ya no es
capaz de quitarse ese peso de encima y que puede estar temiendo que un
día la cosa se ponga tan mal que lleve a alguno de sus actuales
dirigentes a la cárcel. Pero se quiera o no, son cosas de hace un
tiempo, de un momento en el que no se dieron las circunstancias para que
la corrupción acabara de verdad con el PP. Y se permitió que
reaccionara.
En estos días manda eso. Y las encuestas
que sugieren la posibilidad de que Ciudadanos gane al PP en unas
próximas elecciones. Si las cosas se hicieran siguiendo la lógica de los
hechos éstas tendrían que celebrarse ya, con la esperanza de que eso
acabara con una parálisis política que puede generar problemas terribles
a este país. Y no sólo en la economía. Pero la lógica está desterrada.
Aquí mandan los cálculos. Los del PP, que tiene la papeleta de tener que
afrontarlas con un nuevo líder. Y los de Ciudadanos, que por muy bien
que se lo pinten los sondeos, aún no puede estar ni mucho menos seguros
de si lo mejor es esperar o no.
Moraleja: que la
agonía del bipartidismo, del viejo modelo de poder político, va a
seguir. Muy tocado, pero sin variaciones sustanciales en el horizonte
político previsible. Y tendremos que escuchar lo mismo que unos y otros
dicen desde hace mucho tiempo, sin la mínima variación. A algunos, en la
derecha y en la izquierda, eso les reconfortará. Porque lo entenderán
como que los suyos se mantienen firmes. A otros les descorazonará. Y
puede que estos últimos sean muchos.
(*) Periodista
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