Dijo Antonio Gramsci –lo puso un día Josep Pallach en
la cabecera del 'Endavant', órgano clandestino del Moviment Socialista
de Catalunya– que decir la verdad es revolucionario. En España la
Transición fue un éxito, pero forzó a no decir siempre las cosas por su
nombre. Tuvo ventajas, pero también genera confusión.
Catalunya y España viven hoy la peor crisis de la
democracia. Puede acabar muy mal. El Cercle d’Economia expresó su
máxima preocupación ante una posible declaración unilateral de
independencia (DUI). La ciudadanía catalana está inflamada, no siempre
por la DUI; indignada, con motivos, y cada día un poco más asustada,
pese a que el 'agit-prop' oficialista asegure la independencia sin dolor
y que Europa nos espera con los brazos abiertos.
La realidad es otra. La farmaceútica Oryzon ha trasladado
su sede a Madrid (y sube en la bolsa), mientras que los bancos
catalanes sufren por el miedo de los mercados a la DUI y el Ibex bajó un 2,85% y cayó por debajo de los 10.000 puntos en su peor jornada
desde abril del 2016. Las agencias de 'rating' (aves de mal augurio)
advierten de riesgos económicos y el índice de confianza
del consumidor, que llevaba meses subiendo, cayó en septiembre un 5%.
¿Qué pasa? Que el conflicto Catalunya-España se ha
envenenado. Y se empieza a intuir que el veneno puede ser mortal. El 6 y
el 7 de septiembre el Parlament aprobó dos leyes de ruptura que creaban
una nueva legalidad catalana. A partir de aquel día –lo escribí– había
dos legalidades: la insurreccional catalana y la constitucional. Y como
en un país no pueden coexistir dos legalidades, forzosamente una tenía
que aplastar a la otra. Con choque, confusión y desgarro.
El Gobierno de España debió hacer uso del artículo 155 de
la Constitución para –solo en fase de advertimiento– comunicar
formalmente que no se podía seguir ese camino. Se optó por no sacar el
'Sant Cristo Gros', confiando en que las cosas se podrían arreglar. Era
sensato. Siempre que Puigdemont quisiera negociar (no imponerse) y el Gobierno de Madrid tuviera mano izquierda. Pero ni lo uno ni lo otro.
El domingo pasado el referéndum ilegal mostró varias
cosas. Una, que muchos catalanes (un 40%, que fue la participación)
tenían muchas ganas de votar. Dos, que el Gobierno español fue tan torpe
(el espionaje debe estar externalizado a 'seguratas' de supermercado)
que no solo no supo evitar la votación (admisible) sino que lo único que
se le ocurrió fue enviar antidisturbios a secuestrar urnas dando
porrazos y tratando a los ciudadanos que querían votar como peligrosos
manifestantes.
En muchos países el ministro Zoido habría tenido que dimitir. Aquí no. El PP escuda su incompetencia en la bandera. Para el separatismo, Zoido es
un chollo, y el PSOE, con más buena intención que acierto, condenó la
violencia, respaldó la Constitución y golpeó más arriba de Zoido. Sin posibilidad de éxito.
Pero los desastres están ahí. Uno, la violencia. El
Parlamento Europeo se reúne antes que el español y la condena. Dos, la
DUI. Europa dice que España es un país democrático y que no va a
intervenir ni a mediar. Pero Puigdemont (no se sabe si su Soraya es Turull, Jordi Sánchez o la CUP) no quiere enterarse. Madrid se alarma.
¿Qué hacer? Una DUI sería catastrófica. Guindos ya
dice que los ahorradores deben estar tranquilos. Y el Gobierno perdió
el domingo todavía mas autoridad moral en Catalunya. Están tocados.
Solución, recurrir a Felipe VI para que como jefe del Estado diga lo que Rajoy debió haber dicho antes. Aunque con eso el Rey pierde poder arbitral de último recurso.
Conclusión: si Puigdemont no hace caso ni a los letrados del Parlament ni a Miquel Iceta ni a Santi Vila,
vamos al desastre de la intervención de una Catalunya que está bastante
inflamada. El martes, paseando tras la manifestación, me encontré con
una desgarbada universitaria que llevaba una pancarta de cartón pintada a
mano que decía: 'Peligrosa independentista con arma de destrucción
masiva'. Sonreí. La vida es bella cuando todavía se cree en Papá Noel.
(*) Periodista y ex director de La Vanguardia
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