El calidoscopio de estos días no tiene, y es normal, una mirada única
sobre la realidad de las cosas. Lo que empezó siendo un cuadrado o un
pentágono como mucho se ha convertido, al menos, con el paso de los días
en un icosaedro, el poliedro de veinte caras. Por eso las miradas
acaban siendo muy diferentes a lo largo de la jornada si no se quiere
mantener una aproximación dogmática e inmovilista.
Uno puede sentirse
valiente y cobarde durante la jornada y tener por ello una sensación
extraña que algunos superan rápidamente cuando se sienten parte de este
amplio comando de la dignidad que acudió a votar en unas condiciones
excepcionales y sabiendo en muchos sitios que peligraba su integridad
física.
El subidón del domingo, unido a las ejecutivas de los partidos
del lunes y el mayoritario paro de país del martes dibujó un determinado
escenario. El discurso del Rey del martes sorprendió por su dureza y
parecía ser el adelanto de una vuelta de tuerca en la represión
policial. Carles Puigdemont encontró el tono el
miércoles y rebajó la tensión. Pero el jueves y el viernes cristalizaron
una serie de movimientos muy bien preparados por el gobierno español y
por el ministro Luis de Guindos tendentes a forzar a
las compañías de bandera que han tenido aquí su sede social
históricamente a que buscaran acomodo en otras zonas del Estado español.
El impacto ciudadano ha sido alto, es innegable. Y habrá que ver cómo
influye en la intervención del president del próximo martes en el Parlament. Es precipitado establecer ahora la posición definitiva aunque es obvio que el suelo no es otro que el referéndum
ya realizado aunque las condiciones no fueran ni las deseadas por el
Govern, ni aquellas en las que había trabajado durante meses y que el
Estado, esas sí, desmontó interviniendo los centros tecnológicos.
Se ha
hablado poco, en cambio, del estrepitoso fracaso de los servicios de
investigación españoles en la búsqueda de las urnas. No hay matices en
la valoración final y eso sí que ha provocado una alta irritación en
Madrid y el cuestionamiento del trabajo del CNI sobre el terreno. "Ni
habrá urnas, ni habrá colas de gente votando", aseguró durante muchos
meses la propaganda oficial y hubo las dos cosas, excepto en aquellos
centros en los que después de violentas cargas policiales se hicieron
con ellas.
En un mundo como el presente en que el lenguaje y la imagen tienen
una gran importancia, las primeras caídas esta semana han sido las
palabras. En tres furgones funerarios con destino final al cementerio de
la Almudena marchan discretamente palabras que servían muy bien para
defender una posición y que han sido terminantemente erradicadas del diccionario de la RAE.
Las primeras caídas han sido diálogo, mediación y equidistancia. Una
persona moderada presenció esta semana una escena bien curiosa en
Madrid. En una barra de un bar próximo al Congreso de los Diputados un
hombre de mediana edad le insistía a otro que la solución estaba en el
diálogo. Al final, su interlocutor estalló: "No me hables más de
diálogo; ya no hay nada que hablar".
Por otro lado, presencié esta semana otra escena, anecdótica si se
quiere, pero que hasta la fecha no me había sucedido nunca. Se produjo
en un restaurante del Eixample, cerca de la Monumental. Ya en los
postres y comiendo con un político independentista, un grupo de personas
de edad avanzada pasaron por delante de nuestra mesa. "¡Viva España!",
dijo con voz ostensible para que se oyera uno de ellos. "¡Viva!",
replicó mi comensal mientras otro miembro del grupo quiso quizás
compensar a su amigo, y, en un tono algo más bajo, proclamó también al
pasar: "¡Viva España y Viva Catalunya!" y mi compañero de mesa volvió a
sonreír y decir "¡Viva!". Las mesas de alrededor rieron con la escena y
aquí quedó todo.
(*) Periodista y ex director de La Vanguardia
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