No sé qué ocurrirá en Cataluña en octubre. Estaré de viaje, con la
dosis de vergüenza añadida de quien está en el extranjero y comprueba
que lo miran a uno con lástima, como súbdito de un país de fantoches,
surrealista hasta el disparate. Por eso, el mal rato que ese día voy a
pasar quiero agradecérselo a tres grupos de compatriotas, catalanes y no
catalanes: los oportunistas, los cobardes y los sinvergüenzas.
Hay un
cuarto grupo que incluye desde ingenuos manipulables a analfabetos de
buena voluntad, pero voy a dejarlos fuera porque esta página tiene
capacidad de aforo limitada. Así que me centraré en los otros. Los que
harán posible que a mi edad, y con la mili que llevo, un editor
norteamericano, un amigo escritor francés, un periodista cultural
alemán, me acompañen en el sentimiento.
Cuando miro atrás sobre cómo hemos llegado a esto, a que una
democracia de cuarenta años en uno de los países con más larga historia
en Europa se vea en la que nos vemos, me llevan los diablos con la
podredumbre moral de una clase política capaz de prevaricar de todo, de
demolerlo todo con tal de mantenerse en el poder aunque sea con
respiración asistida. De esa panda de charlatanes, fanáticos, catetos y a
veces ladrones –con corbata o sin ella–, dueña de una España
estupefacta, clientelar o cómplice. De una feria de pícaros y
cortabolsas que las nuevas formaciones políticas no regeneran, sino
alientan.
El disparate catalán tiene como autor principal a esa clase dirigente
catalana de toda la vida, alta burguesía cuya arrogante ansia de lucro e
impunidad abrieron, de tanto forzarla, la caja de los truenos. Pero no
están solos. Por la tapa se coló el interés de los empresarios
calladitos y cómplices, así como esa demagogia estólida, facilona,
oportunista, encarnada por los Rufiancitos de turno, aliada para la
ocasión con el fanatismo más analfabeto, intransigente, agresivo e
incontrolable.
Y en esa pinza siniestra, en ese ambiente de chantaje
social facilitado por la dejación que el Estado español ha hecho de sus
obligaciones –cualquier acto de legítima autoridad democrática se
considera ya un acto fascista–, crece y se educa desde hace años la
sociedad joven de Cataluña, con efectos dramáticos en la actualidad y
devastadores, irreversibles, a corto y medio plazo. En esa fábrica de
desprecio, cuando no de odio visceral, a todo cuanto se relaciona con la
palabra España.
Pero ojo. Si esas responsabilidades corresponden a la sociedad
catalana, el resto de España es tan culpable como ella. Lo fueron
quienes, aun conscientes de dónde estaban los más peligrosos cánceres
históricos españoles, trocearon en diecisiete porciones competencias
fundamentales como educación y fuerzas de seguridad. Lo es esa izquierda
que permitió que la bandera y la palabra España pareciesen propiedad
exclusiva de la derecha, y lo es la derecha que no vaciló en arropar con
tales símbolos sus turbios negocios.
Lo son los presidentes desde González a Rajoy, sin excepción, que durante tres décadas permitieron que el nacionalismo despreciara, primero, e insultara, luego, los símbolos del Estado, convirtiendo en apestados a quienes con toda legitimidad los defendían por creer en ellos. Son culpables los ministros de Educación y los políticos que permitieron la contumaz falsedad en los libros de texto que forman generaciones para el futuro.
Lo son los presidentes desde González a Rajoy, sin excepción, que durante tres décadas permitieron que el nacionalismo despreciara, primero, e insultara, luego, los símbolos del Estado, convirtiendo en apestados a quienes con toda legitimidad los defendían por creer en ellos. Son culpables los ministros de Educación y los políticos que permitieron la contumaz falsedad en los libros de texto que forman generaciones para el futuro.
Es responsable la Real Academia Española, que para no meterse en
problemas negó siempre su amparo a los profesores, empresarios y padres
de familia que acudían a ella denunciando chantajes lingüísticos. Es
responsable un país que permite a una horda miserable silbar su himno
nacional y a su rey. Son responsables los periodistas y tertulianos que
ahora despiertan indignados tras guardar prudente cautela durante
décadas, mientras a sus compañeros que pronosticaban lo que iba a
ocurrir –no era preciso ser futurólogo– los llamaban exagerados y
alarmistas.
Porque no les quepa duda: culpables somos ustedes y yo, que ahora
exigimos sentido común a una sociedad civil catalana a la que dejamos
indefensa en manos de manipuladores, sinvergüenzas y delincuentes. Una
sociedad que, en buena parte, no ha tenido otra que agachar la cabeza y
permitir que sus hijos se mimeticen con el paisaje para sobrevivir. Unos
españoles desvalidos a quienes ahora exigimos, desde lejos, la
heroicidad de que se mantengan firmes, cuando hemos permitido que los
aplasten y silencien. Por eso, pase lo que pase en octubre, el daño es
irreparable y el mal es colectivo, pues todos somos culpables. Por
estúpidos. Por indiferentes y por cobardes.
(*) Periodista y académico
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