sábado, 16 de septiembre de 2017

En busca del niño perdido / Guillermo Herrera *

Parafraseando a Marcel Proust, autor de “En busca del tiempo perdido”, que nació bajo el signo del cangrejo igual que yo, y por lo tanto fue nostálgico de su pasado, añoro la inocencia y felicidad que disfruté durante mi infancia, pero no lo cambiaría por la sabiduría que me ha regalado la vida, más bien las sumaría para hacer un niño sabio, porque ambas cosas pueden ser compatibles. Ya dijo Jesús que seamos astutos como serpientes e inocentes como palomas.

El libro de Proust es una novela autobiográfica, basada en la idea bergsoniana de la persistencia del pasado en el fondo de la memoria subconsciente. El propósito en que se inspira es preservar de la desaparición y el olvido las experiencias y recuerdos del pasado, aniquilados por el tiempo pero conservados en el fondo de la memoria insconsciente del narrador.

Proust, en efecto, vive obsesionado por la huida irreparable del tiempo, por su implacable efecto destructor sobre las personas y las cosas. Sabe muy bien que el tiempo destruye a los seres, los transforma, los degrada y los aniquila y ha observado que cambia a las personas que conocimos y los lugares donde hemos vivido, como nos cambia a nosotros mismos. Por eso, ante una existencia a sus ojos sin esperanzas de futuro e irremisiblemente condenada, siente el anhelo desesperado de recuperar ese tiempo perdido, resucitar los momentos de felicidad que vivió en el pasado y revivirlos nuevamente en el presente a través del recuerdo. 

Otro ejemplo de este empeño es el libro de Fernando Savater “La infancia recuperada”, un clásico que tiene el privilegio de haber permanecido durante 25 años en los estantes de las librerías. Este libro es un conjuro literario para evocar la huella gozosa dejada en la memoria del escritor por los relatos que animaron su adolescencia y primera juventud. Porque las hermosas historias inventadas por Robert L. Stevenson, Julio Verne, Zane Grey, Jack London, H. G. Wells, Karl May y Conan Doyle, las heroicas hazañas de Sandokan o las divertidas aventuras de Guillermo Brown forman parte de un universo mítico situado por encima de las modas y de las edades.

Llevo toda la vida buscando al niño interno y cada día encuentro más pistas de su existencia. Esto puede parecer una utopía, pero los místicos lo consiguieron realmente. Recuerdo que a San Francisco de Asís lo encontraron una vez jugando y disfrutando igual que un niño. Esto se explica porque la naturaleza luminosa de la Divina Presencia Yo Soy es feliz e inocente, y hay personas que consiguen conectarse con ella sin perder sabiduría.

En la mayoría de las personas adultas, aquel niño rebosante de curiosidad y proyectos va muriéndose cada día en la esclavitud que vive. Pero el esclavo moderno siempre estará agradecido por tener un empleo en una sociedad con escasas oportunidades laborales, a menos que nos vayamos a trabajar a Canadá, el país del mundo más abierto a la inmigración.

Uno de los prejuicios más arraigados en la sociedad, quizás por la influencia de las películas de mafiosos, es pensar que el bueno es tonto y el malo es inteligente. Y es verdad que hay buenos bobos y malos listos, pero no son la mayoría, y esto hace que nos tomen por tontos a los que tratamos de ser buena gente, que desprecien a las personas nobles, y que admiren a los sinvergüenzas. Esto es una perversión absoluta que degrada a una sociedad.

Por eso la mayor aventura de la vida es rescatar al niño interno y convertirnos en una bendición para la Humanidad. Hay algunos individuos que cuando mueren producen un respiro de alivio por sus maldades, pero hay otras personas benefactoras que son llorados por toda la comunidad cuando desaparecen. ¿Se apuntan a ser buenos?




(*) Periodista

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