jueves, 2 de abril de 2020

De la Peste Negra al coronavirus / Alberto Piris *


El primer opúsculo que se conoce sobre el modo de combatir la Peste Negra, que empezó a arrasar Europa a mediados del siglo XIV, fue escrito en catalán antiguo. Su autor, Jacme d’Agramont, era médico y profesor del afamado “Estudio de medicina” de Lleida.

Escribió el Regiment de la preservació de la pestilencia (en lengua vulgar, y no en latín como era usual en la docencia) cuando en abril de 1348 la peste apareció en Cataluña. Lo hizo para tranquilizar a sus conciudadanos, que “tenían dudas y temores”, e ilustrar a los regidores locales. Daba unas normas de vida, sobre la hipótesis de que el aire estaba pútrido a causa de los pecados, de modo que la primera medida a adoptar era la confesión de éstos.

Según escribe Spencer Strub, especialista en Historia Medieval en la Universidad de Harvard, en un ensayo publicado en The New York Review, otras medidas más prácticas incluían cerrar firmemente las ventanas, quemar enebro en las chimeneas y rociar los suelos con vinagre. Comer y beber poco, y lo más amargo posible. No comer pato ni cochinillo, ni peces “delgados” como la anguila o peces rapaces (como el delfín). Se aconsejaba hacerse sangrías, (no las de beber, sino para sangrar). Había que evitar el sexo y el baño, porque ambas actividades ensanchan los poros y dejan penetrar el aire nocivo.

D’Agramont murió ese mismo año, a causa de la peste. Otros folletos siguieron al suyo, todos ellos con la intención de tranquilizar a la población, incluso a los analfabetos que escuchaban a quienes los leían en voz alta, dándoles la sensación de poder controlar sus vidas frente a una emergencia que, en realidad, a todos desbordaba.

El texto del leridano no se basó en la observación directa del fenómeno, sino en las descripciones de la Biblia y de Hipócrates sobre anteriores epidemias. Pero enseguida se advirtió que era algo nuevo, pues causó decenas de millones de muertes en unos pocos años. En 1400 habían perecido dos quintas partes de la población de Europa, según el historiador Hugh Thomas.

Este también cita a Bocaccio describiendo los síntomas de la enfermedad: “Empezaba con unos bultos en la ingle o en el sobaco de hombres y mujeres, que crecían hasta el tamaño de una manzana o un huevo. Se extendían por todo el cuerpo. Pronto surgían manchas negras o moradas en los muslos y otras partes del cuerpo. La mayoría de la gente moría en tres días, en su mayor parte sin fiebre”.

Thomas también describe las consecuencias de la pandemia: “Declinó la economía. Se abandonaron las granjas. Escaseó la mano de obra. Subieron los precios. Miles de personas se arruinaron. Los ricos huían a sus casas de campo. Los magistrados y los prelados abandonaron sus puestos. Los pobres fueron los que más padecieron. Para concitar la ayuda de Dios se acusó a los judíos. El fracaso de la Iglesia y de la Biblia impulsó el escepticismo laico e incluso el rechazo del latín y el fomento de las lenguas vernáculas”. Estaba naciendo una nueva sociedad.

Volviendo al presente, habremos de reflexionar sobre las huellas que la pandemia del coronavirus puede dejar en nuestra sociedad, sobre todo combinada con la peligrosa emergencia climática que nos toca vivir y no parece tener visos de ser controlada.

Si en el siglo XIV se atribuía falsamente la catástrofe a “extranjeros, prostitutas, judíos y mendigos”, con las trágicas consecuencias que esto trajo consigo, cuidémonos en el siglo XXI de no recaer en esas tendencias autoritarias, nacionalistas y xenófobas tan a flor de piel cuando el miedo se extiende y las medidas de confinamiento, como las que estos días nos tienen recluidos, excitan los ánimos y dificultan la reflexión serena y sosegada.


(*) General de Artillería en la Reserva y Diplomado de Estado Mayor


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