Florencia, 1418. Cosme de Medici, fundador de la
dinastía hegemónica en la ciudad, quiere rematar la catedral de Santa
Maria del Fiore con una monumental cúpula que maraville a todas las
repúblicas, ducados y señorías de la península itálica.
El banquero
Medici quiere acabar de derrotar a las viejas familias nobles, desea
impresionar al Papa de Roma y llamar la atención de los príncipes
europeos. Encarga la realización de la cúpula al arquitecto Filippo Brunelleschi.
Empezadas las obras, la peste regresa a Florencia. La
ciudad aún está consternada por el recuerdo de la pavorosa epidemia de
1348. Los Albizzi , principal familia noble enfrentada a los
Medici, hacen correr que el rebrote de la peste es un castigo de Dios
por querer construir una cúpula tan cara y majestuosa. No tienen
necesidad de tuitearlo, puesto que es más eficaz el boca a oreja en los
mercados de la ciudad.
Los Albizzi encienden la ira de los florentinos.
Cosme reacciona con rapidez e ingenio: para las obras y ofrece el
recinto de la catedral para aislar a los enfermos. Los apestados podrán
guarecerse en la casa de Dios, y la cúpula, una vez concluida, será la
gran acción de gracias de los florentinos. ¿Qué nos dice esta historia?
Nos dice que una epidemia es, siempre, un gran acontecimiento político.
Esta breve sinopsis de la serie televisiva Los Medici, señores de Florencia ,
nos explica que durante una epidemia siempre es necesario señalar
culpables y que en tiempos de terror y excepción, la política se
convierte en el arte de endosar culpas y sacárselas de encima. Cosme el
Viejo ganó la partida. Convirtió la catedral en lazareto y acusó a los
Albizzi de estar dilapidando dinero en la guerra contra la ciudad de
Lucca. Florencia acabó girándose contra ellos.
¿Sobre quién recaerá la culpa de la epidemia del Covid-19?
¿Sobre la República Popular China, por esconder información al resto del
mundo sobre la envergadura inicial del contagio? ¿Sobre la OMS, por no
ser más tajante? ¿Sobre el capitalismo neoliberal, que ha debilitado los
sistemas públicos de salud, allí donde existían? ¿Sobre Donald Trump
,
Boris Johnson,
Jair Bolsonaro y aquellos otros líderes que han insinuado la posibilidad de sacrificar a los más débiles en beneficio de la inmunidad del rebaño y
la estabilidad de la economía?
¿Sobre la Comisión Europea, incapaz de
coordinar hasta hace unos días la compra masiva de material médico para
los países afectados y establecer una estrategia común? ¿Sobre los
gobernantes alemanes y holandeses, que no quieren mutualizar los costes
económicos de la pandemia en el sur de Europa, como empezó a quedar
claro ayer en Bruselas? ¿Sobre la señora Christine Lagarde , presidenta del Banco Central Europeo, que no parece tener los buenos reflejos de Mario Draghi ? ¿Sobre el presidente francés, Emmanuel Macron,
que mantuvo la primera vuelta de las elecciones municipales francesas,
el 15 de marzo, cuando Italia y España ya estaban en alarma?
¿Sobre el
Gobierno italiano, que decretó un cierre caótico de Lombardía y después
un cierre muy poroso de todo el país? ¿Sobre el Gobierno español, que
tardó tres días en definir el alcance del estado de alarma, por
discusiones internas con el área económica, que temía –y teme– el
disparo del déficit? ¿Sobre los gestores autonómicos encargados del
control de las residencias de ancianos que se han convertido en
verdaderas casas del terror? ¿Sobre las organizaciones que convocaron
las manifestaciones del 8 de marzo? ¿Sobre el mitin de Vox en
Vistalegre? ¿Sobre los responsables de la Liga que mantuvieron los
partidos de fútbol?
¿Sobre los recortes en la sanidad en Madrid y
Catalunya aquellos años en los que había carreras para ver quien era más merkeliano ?
¿Sobre quienes han gestionado las compras fallidas de material
sanitario en China? ¿Sobre quienes usan las redes sociales para crear un
clima de odio como el que quisieron propagar los Albizzi en Florencia?
¿Sobre los aventureros de todo tipo que quieren sacar tajada del drama?
Es demasiado pronto para saberlo. Sólo una persona no ha levantado el dedo acusador estos días: el papa Francisco no
ha caído en la tentación de decir que estamos ante un castigo de Dios
por querer convertir los furores políticos en una nueva religión.
(*) Periodista y director adjunto de La Vanguardia
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