No hace falta que enumere los despropósitos a los que nos va a
llevar la crisis del coronavirus. Los emiten en directo. Al asombro de
la celeridad de los acontecimientos quizá haya que sumar las sorpresas
que nos está deparando y que me temo están quedando disimuladas bajo la
mascarilla del pánico.
China ha disminuido sus emisiones de GEI (Gases Efecto Invernadero)
en casi un 30%, evidentemente a costa de reducir la velocidad de su
ímpetu productivo y consecuentemente de su consumo de combustibles
fósiles. Ello ha retirado del mercado medio millón de barriles de
petróleo y ha desatado una pequeña guerra de precios entre Arabia, Rusia
y USA que ya ha tenido consecuencias inmediatas.
Una reducción del
precio del combustible que en lo local aliviará la presión económica
sobre los agricultores y mejorará las arcas nacionales y en lo global
reducirá las ínfulas de fracking que no podrá competir desde su
desalmado extractivismo aniquilador. Un margen necesario para permanecer
en el impulso investigador que acompaña la necesaria transición
energética.
Si hace tres meses en la COP salimos decepcionados por la falta de un
compromiso global para detener el cambio climático el minúsculo virus
nos ha demostrado en unas semanas que lo que a todas luces parecía
imposible se puede acometer sin revoluciones ni derramamiento de sangre,
sin rasgarse las vestiduras del capital y sin volver al medioevo.
Podemos parar el crecimiento desaforado, poder podemos.
Es posible que la caída de la bolsa nos altere, a los humildes menos.
Lo cierto es que se abre una nueva oportunidad para que la especulación
financiera (que consume 70 veces el PIB mundial) reconsidere sus
expectativas, rebaje su ímpetu saqueador y racionalice el mercado a
dimensiones que desahoguen las deudas y reequilibren el sentido de la
economía hacia las medidas de lo real, abandonando ese proceso de vender
lo imaginario a costa de esquilmar a los productores primarios, los
reales, los necesarios, los que hacen que podamos comer todos los días.
Quizá el virus consiga también que la política, el capital y la
población empiecen a contemplar las desventajas del hacinamiento en
urbes desproporcionadas, manirrotas y contaminantes. Quizá sea esta,
antes del caos, una oportunidad para valorar las innegables ventajas de
un crecimiento sosegado y acorde a los ritmos naturales. Nunca hemos
tenido mejores herramientas para acometer un descanso bien ganado en
nuestra carrera consumista hacia el abismo.
Puede incluso que se vea el campo como algo más que un caladero de
voto fácil y se entienda que ese mundo abandonado y paupérrimo está
listo para ofrecer salud y biensentir. Sería un disparate no comprender
ahora que podemos y debemos seguir siendo los humildes colaboradores de
una naturaleza que no ha parado de darnos parabienes y que el sprint
entre depredadores insaciables no nos lleva a ninguna meta estable.
Para Cuenca, y tantos otros pequeños lugares aparentemente deprimidos
e inútiles, sumideros de CO2, guardianes de los bosques, el virus
muestra, por ahora, cierta benevolencia. No saquemos conclusiones
precipitadas. La naturaleza no nos juzga ni moraliza, ella hace su
inescrutable trabajo genético. Sin embargo ¿no es verdad que nos
sentimos más a salvo mirando las ramas verdes de sus pinos y bajo la
sombra de una chopera? ¿No es este un momento propicio para valorar la
aparente intangibilidad de nuestra riqueza?
Lo que ayer era olvido, abandono, migración y vacuidad hoy se
presenta como una promesa de tierra firme para construir con sensatez un
futuro diferente. Disponemos de una semilla sin adulterar, de una
arcilla amable para la sostenibilidad y el desarrollo de una economía de
proximidad. Estamos situados geográfica y técnicamente en las
condiciones idóneas, casi privilegiadas, para incorporarnos a la
transición energética y convertirnos en un auténtico ejemplo de cómo las
energías renovables pueden renovar nuestro panorama tecnológico y
sanarnos de nuestra gripe endémica: el empleo.
Basta con que conservemos
lo que tenemos, dejemos de contaminar lo poco que contaminamos y
abortemos proyectos faraónicos de desarrollo oportunista que quieren
enriquecerse deprisa, arruinar nuestros productos y nuestros recursos
para salir corriendo dejando atrás sus residuos, esas heridas
incurables.
Abramos los ojos a la contundencia del virus, no cabe otra. Sabemos
que es un momento difícil para tomar decisiones, pero es precisamente en
estos momentos revulsivos cuando hay que tomar impulso y saltar de la
rancia mansedumbre a la acción coordinada. Transitar por el siglo XXI va
a exigir, ya lo estamos viendo, cintura y arrojo.
Del mismo modo que el
miedo se nutre de la ignorancia, en la valentía se crece por el
conocimiento. Si sucediera que van a pasar unos días en casa encerrados,
no se tumben a mirar la tv, comer chuches y compadecerse, aprovechen
para alimentar su saber. La curiosidad, ese estímulo prodigioso de
nuestro cerebro, nos ha llevado, entre otras muchas cosas, a comprender
el sufrimiento del otro; solo somos humanidad cuando hacemos lo que está
en nuestra mano por reducirlo.
(*) Cineasta y activista ambiental
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