De nada debe servir explicar que si el ministro José Luis Ábalos
formara parte de un gobierno de alguno de los países a los que
deberíamos aspirar a parecernos de la Unión Europea, a estas alturas, ya
habría presentado su dimisión. O se la habría exigido el presidente del gobierno de
turno o si no la opinión pública en su conjunto, la de derechas y la de
izquierdas, la independentista y la no independentista.
La cuestión es
bien sencilla: el ministro de Transportes, Movilidad y Agenda Urbana se
reunió en secreto la noche del pasado domingo en el aeropuerto de
Barajas con la vicepresidenta de Venezuela, Dalcy Rodríguez,
y cuando se empezó a conocer la noticia se dedicó a decir que era
mentira. Esa actitud la ha mantenido 48 horas, hasta que los hechos eran
tan evidentes que ha tenido que reconocer que "se saludaron".
A ese problema interno nada menor y al que ya volveremos más tarde se
añade otro de ámbito internacional, ya que la vicepresidenta venezolana
tiene prohibida la entrada en el espacio Schengen por las sanciones que la Unión Europea le impuso al régimen de Maduro.
O sea, el gobierno español se saltó el cordón impuesto por la UE y
Dalcy Rodríguez estuvo catorce horas en España, se vió con el ministro y
aquí se acaba la información sobre lo que hizo y donde estuvo. No es
una actitud muy propia de un socio leal de la Unión Europea y es
razonable que en Bruselas estén todo menos contentos, algo que, por otra
parte, tampoco es una novedad.
Pero volvamos a este estilo de hacer política y construir el relato
sobre la mentira. Lo hemos visto en la reciente campaña electoral donde Pedro Sánchez
se presentó con un programa y ahora dice justamente todo lo contrario.
¿Cuál de los dos es el verdadero? Ábalos ha seguido el camino de su jefe
y, como un mentiroso compulsivo, ha pasado del negro al blanco y,
además, se enfada cuando los periodistas le inquieren sobre su encuentro
con la vicepresidenta venezolana.
Situaciones como estas no solo son un
problema para la clase política, que claramente ha dejado de
ser valorada positivamente por la opinión pública, sino que es, sobre
todo, el ejemplo que se traslada a la ciudadanía, donde la mentira de
una persona tan importante como un ministro acaba siendo interiorizado
como una cosa normal. Que no tiene castigo alguno.
Y, entonces, ¿cuál es
el ejemplo para la sociedad? ¿Con qué autoridad se quiere construir una
sociedad en que la verdad sea uno de sus valores y esté en el centro de
la exigencia para ejercer como servidor público? Valdria la pena
reflexionar sobre ello.
(*) Periodista y director de El Nacional
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